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Viaje en autobús
Viajar en autobús, en autobús urbano, quiero decir, suele ser un ejercicio agradable. Vamos mirando las calles, que como suele ocurrir en nuestro país están llenas de gente. Se puede leer el periódico –LA RAZÓN, claro está–, e incuso charlar un rato con el vecino si no hay algún otro que va contando sus aventuras sentimentales a voz en grito por el móvil, algo que añade diversión al trayecto. Los autobuses, a diferencia del metro, están pensados para gente algo entrada en años. Es una selección natural inmejorable. Claro que el viaje en autobús, tan agradable y civilizado, tiene algunos inconvenientes. Entre los clásicos, por lo menos en Madrid, están los atascos que provoca la hubris constructora del alcalde. Peor aún que esto, que al fin y al cabo acabará mejorando la ciudad, son los festejos oficiales y las manifestaciones autorizadas que bloquean el centro en días laborables, como el paseo de los liberados sindicales el 14 de mayo (no iban a hacerlo el 15, que es festivo), o el desfile de bicicletas que impide la circulación cada último jueves de mes. También hay inconvenientes nuevos. Algunos conductores de autobús se creen Fernando Alonso. No hay más accidentes porque el santo patrón de la ciudad nos protege a todos, pero en muchos viajes cada curva, cada frenazo, cada acelerón provocan agarrones, gemidos y muecas de pavor ante la posibilidad de romperse uno los huesos, quizás sin arreglo dada la edad de los usuarios. También está la última novedad, que es poner los pies en el asiento de enfrente. Así se va más cómodo y aireado, lo que explica que esta postura la practiquen individuos de todos los sexos y edades. La higiene, el respeto a los demás y el cuidado de lo que es de todos importan poco. No es cuestión de sacar conclusiones apresuradas acerca del estado moral de la ciudadanía, pero un año de éstos habrá que pedir que se incluya este asunto, como otros muchos que no se trataron esta vez, en el Debate sobre el Estado de la Nación.
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