Coronavirus
Un confinamiento en ultramar (XII): El cielo sobre nuestras cabezas
Cuando todo esto pase vamos a encerrarnos en las calles, a enclaustrarnos en los parques, a encarcelarnos en los bares
Un cielo perfumado de negro y unas calles vacías. Así se ve ahora mismo Brooklyn desde mi ventana, orientada el río Hudson y Staten Island. Una ciudad diluida en su propio miedo. Incapaz de reconocerse en la imagen atroz que le devuelve el espejo. Con los hospitales transformados en morgues y las morgues que no dan a basto. Las funerarias avisan de que no hay suficientes ataúdes y estamos a tres días de que tampoco dispongamos de los respiradores necesarios. Cuando todo esto pase, cuando el coronavirus sea un viento frío y seco recluido en la mazmorra de las peores pesadillas, vamos a encerrarnos en las calles, vamos a enclaustrarnos en los parques, vamos a encarcelarnos en las terrazas y en los bares y vamos a pasar los días, las semanas, con la sonrisa del preso recién excarcelado que poco a poco recupera la capacidad para ajustarse al exceso de luz y ruido, respiraremos el olor a tierra húmeda y celebraremos cada palabra como si fuera la última. O al menos eso cruza por la cabecita de muchos neoyorquinos ahora mismo.
Aunque sus preocupaciones más inmediatas sean bastante más prosaicas. Ni sé ya cuantos conocidos han perdido el trabajo. La duda ahora si llegarán los cheques del Gobierno, si llegan. Muchos desconocen de qué vivirán. Sus empresas, sus negocios, desaparecen a un ritmo funeral, automático, imparable, que no puedes aliviar con buenas palabras y vagas promesas de recuperación futura. Máxime cuando parece evidente que las grandes empresas serán las grandes beneficiarias de la hecatombe. En lo personal nunca creí que me alegraría tanto de que Max tenga placas de pus en las anginas. Tiene fiebre, yo llevo 14 de confinamiento, tosí sangre, algunos días creí que me ahogaba, Mónica lleva 8 días con tos y congestión en el pecho, aunque más leve que la mía, y cuando Max, hace dos días, comentó que le dolía la cabeza creí que el mundo se me caía encima. Me sentí igual que Abraracúrcix, que temía que el cielo le rompiera la crisma.
Porque da igual lo que digan los estudios. Porque los estudios de los que disponemos son bastante pobres. La recopilación de datos clínicos en EE UU. avanza a ritmo de hormiga, el caos resulta evidente y seguimos enganchado a los informes de los chinos, que son al conocimiento lo que las enseñanzas de Joseph Goebbels a la verdad o lo que las ruedas de prensa del Gobierno español a las ruedas de prensa de cualquier democracia con un poquito de respeto por sí misma y por la libertad de prensa. Hasta ahora disponíamos de un paper chino, a medio cocinar, repleto de insuficiencias, respecto a los niños y coronavirus. Me cuesta confiar en la ciencia de un país que tardó semanas en avisar al resto del mundo y donde la primera obsesión de las autoridades consistió en silenciar y castigar a los médicos que encendieron las primeras bengalas. Total, que llamamos por teléfono a la pediatra. Tenemos cita para mañana. Hoy cuando lean esto. Todo apunta a una amigdalitis bacteriana. Casi me da la risa floja mientras lo escribo. Amigdalitis, cinco sílabas repentinamente inocentes. Súbitamente amigas cuando uno ya estaba en lo peor. Cuando el pensamiento iba hacia las peores perspectivas.
No es que me ponga en lo peor por sistema. Pero las bombas caen demasiado cerca. Hoy ha despertado con síntomas otro compañero de trabajo de Mónica. La peste gana centímetros por momentos. Son ya 259.214 casos confirmados en EE.UU. 57.159 casos en la ciudad de Nueva York, que acumula 1.562 muertos. Para remediarlo, para distraer la angustia, hago lo que todos. Leo. Escucho música. Escucho música y leo. Pienso a ratos en la marea cuqui y moña que anima a consumir contenidos culturales por la patilla. En todos esos artistas que cantan desde su casa, vía Instagram. En todas las plataformas que ofrecen gratis sus series y películas. Me digo a mi mismo que es posible que el mundo después del coronavirus sea otro, distinto, irreconocible, distópico incluso. Pero la tendencia del gentío a disfrutar del trabajo ajeno sin pagar un céntimo a cambio, así como la deprimente incapacidad de los poetas para entender que no pueden, que no deben ofrecer sus poemas, sus sinfonías, sus canciones, sus novelas, sin cobrar algo a cambio, sin ejercer la imprescindible pedagogía asociada a la transacción económica, me convence de que seguimos empeñados en lograr la definitiva destrucción de la poesía por la vía de matar de hambre a los poetas. «Bueno, pero eso no va a pasar mañana», repetía Abraracúrcix tras comentar la inminencia del cataclismo celeste. A veces temo que fuera un optimista.
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