La salud democrática
Las ominosas noticias que llegan desde Birmania, donde la casta militar, responsable de innumerables atrocidades contra los derechos humanos, había dado el enésimo golpe de Estado, posiblemente sean las más estruendosas de los últimos tiempos. Pero que la democracia pierde pie en el mundo es algo que circula en el zeitgeist («el espíritu de su tiempo») con creciente frecuencia.
Se trata de un fenómeno denunciado por los políticos liberales, descrito en infinidad de reportajes y analizado en toda clase de artículos de opinión, «papers» científicos y libros. La pandemia provocada por el nuevo coronavirus habría exacerbado las tensiones sistémicas que corroen el andamiaje de los regímenes liberales. Algunos filósofos pop pronosticaron el advenimiento de la biopolítica y la debacle del Estado de derecho y del mercado tal y como los conocimos. Después del fin de la historia teóricamente decretado por Francis Fukuyama en 1992, y de unas décadas siguientes que parecían confirmar la consolidación de las democracias, la enfermedad, los confinamientos, las inconsistencias legales y la pérdida de derechos civiles y políticos en muchos países democráticos conviven con el fortalecimiento de los totalitarismos de viejo cuño, de China a Rusia, de Venezuela a Cuba, de Irán a Corea del Norte y Arabia Saudí, y en su versión más aguada y ruidosa, el populismo, que de la mano del Brexit y Donald Trump ya alcanzó en 2016 el corazón de dos de los bastiones tradicionales del sistema demoliberal. Desde entonces la situación no hizo sino agravarse.
En Francia, el Frente Nacional de Marine Le Pen forzó en 2017 una segunda vuelta electoral. En Italia, La Liga, el viejo partido xenófobo y euroexcéptico de Umberto Bossi llegó al Gobierno de la mano de Matteo Salvini. Los nacionalismos forzaron un referéndum de autodeterminación en Escocia, mientras que en España directamente impulsaron una insurrección contra el orden constitucional. La victoria de Trump, por cierto, retroalimentaba a sus teóricos aliados. Entre otros al grupo de Visegrado, compuesto por República Checa, Hungría, Polonia y Eslovaquia, bastión populista, entre el nacionalismo y la homofobia, entre la guerra no del todo encubierta con Bruselas y las acusaciones de poner en peligro pilares liberales tan esenciales como la independencia judicial.
Más allá de la UE está Rusia, permanente amenaza para países como Polonia y Ucrania, y donde Vladimir Putin ya suma 21 años al frente del Estado. Presidente entre el 2000 y el 2008, y posteriormente de 2012 a la actualidad, solo se apeó del poder supremo para ejercer como primer ministro entre 2008 y 2012, mientras su valido, Dmitri Medvedev, le guardaba el sitio en el interregno y se turnaba como primer ministro. La detención del opositor Alexei Navalni, apresado en el aeropuerto tras desembarcar de un vuelo desde Alemania, supone la última de una larga serie de atentados contra los opositores democráticos.
Tampoco lucen mejor las cosas en China, donde el régimen ha desarrollado toda una ofensiva legal y policial contra Hong Kong, así como una campaña contra las diversas minorías religiosas, calificada por el Departamento de Estado de genocida.
El nuevo Gobierno de EE UU tiene trabajo por delante. Joe Biden prometió el jueves, desde la sede del Departamento de Estado, el regreso de su país al damero internacional y el fortalecimiento de unas políticas mucho más proactivas en defensa de la democracia y los derechos humanos.
«América ha vuelto», dijo. «Éste es el mensaje que el mundo quería oír», añadió, «América ha vuelto, y la diplomacia vuelve a ser el centro de nuestra política internacional».
Dos días antes de su discurso, la Unidad de Inteligencia de «The Economist» había publicado su informe anual sobre el estado de la democracia en el mundo, a partir del análisis de cinco variables en 167 países. Tras estudiar la salud de los procesos electorales y el pluralismo político, el funcionamiento de los Gobiernos, la participación de la ciudadanía en la política y la potencia de la cultura política democrática y de las libertades civiles, la conclusión resulta demoledora: «solo el 8.4% de la población mundial vive en un democracia plena, mientras que más de un tercio vive bajo un régimen autoritario».
«The Economist» también explica que la nota global, 5,37 sobre 10, es «la más baja registrada desde que se inició el índice en 2006». Entre los factores desencadenantes del retroceso democrático cita las medidas para tratar de controlar la pandemia, y entonces es posible que los filósofos pop no estuvieran tan desencaminados. Aunque el planeta no ha desembocado en un escenario foucaultiano, puramente distópico, digno de Žižek o Agamben, el semanario «The Economist» admite que «al enfrentarse a una enfermedad nueva y mortal contra la que los seres humanos no tenían inmunidad natural. La mayoría de la gente llegó a la conclusión de que prevenir una pérdida catastrófica de vidas justificaba una pérdida temporal de la libertad».
Todo esto provocó un retroceso de las libertades civiles, un uso más o menos despótico de los poderes ejecutivos y continuos ataques contra la libertad de expresión. Todo esto por no hablar de regiones donde la democracia sigue sin lograr consolidarse, caso del África subsahariana, mientras las naciones árabes acumulan decepciones desde la ya lejana primavera democrática, y mientras países como Irán o Venezuela, que vivieron masivas protestas populares en tiempos recientes, siguen sometidos al yugo de sus respectivas tiranías.
Para entender la situación en Irán basta con comprobar que apenas saca 2,20 puntos sobre diez en la clasificación de «The Economist», con un rotundo 0 en el apartado dedicado a la calidad del proceso electoral. Una nota, por cierto, que comparte con China, que suma 2,27 puntos en el contador global. Tampoco lo hace mucho mejor Venezuela, 0 puntos en calidad de los procesos electorales, 1,79 en el funcionamiento del Gobierno y 2,65 en libertades civiles. En Hispanoamérica la revista denuncia prácticas crecientemente antidemocráticas en Bolivia y Centroamérica y una deriva inequívocamente totalitaria en citada Venezuela y en Nicaragua, catalogadas como regímenes autoritarios, los únicos del continente junto a Cuba. Un diagnóstico desesperado.