Moscú
Buena nueva en Turquía
¿Cómo interpretar el reciente malestar de las calles turcas? Concretamente, ¿es comparable a los levantamientos en Túnez, Libia, Egipto, Siria, Yemen y Bahréin? Las dos cosas parecen no guardar relación a un cierto nivel, dado que Turquía es un país mucho más avanzado, con una cultura democrática y una economía moderna. Pero dos vínculos –la autocracia y Siria– sí los unen, lo que sugiere que las manifestaciones turcas pueden revestir una relevancia potencialmente importante. La rebelión no estalló de la noche a la mañana. Visité Estambul en otoño, y estaba claro que las inclinaciones dictatoriales del primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, preocupaban a los turcos más que sus aspiraciones islámicas. Escuché inquietantes críticas acerca de que está «ebrio de poder», de que es «un califa oficioso» y «el ingeniero social jefe electo de Turquía».
Los turcos me formularon una larga lista de síntomas autoritarios fruto del Gobierno de la última década del Partido Justicia y Desarrollo (AKP): censura de la crítica política, capitalismo de enchufe, manipulación del estamento judicial, penas de cárcel injustas, procesos a la oposición o saltarse la separación de poderes. Se mostraron particularmente molestos con la forma en que Erdogan aspira a imponer sus gustos personales.
Lo que comenzó siendo un conflicto focalizado en torno a la destrucción de un pequeño parque de la plaza de Taksim en el corazón del Estambul moderno se ha extendido rápidamente hasta convertirse en una declaración nacional de desafío abierto. Erdogan no es ningún Muamar Gadafi ni Bachar al Asad, y no va a masacrar a unos manifestantes pacíficos, pero la desproporcionada intervención policial habría dejado 2.300 heridos y tres muertos.
Erdogan afirma, en otras palabras, que al haber llevado al poder al AKP, los turcos le han dado competencias para hacer su santa. Es el sultán turco que no tiene que rendir cuentas a nadie. Bien, los manifestantes y los inversores extranjeros, antes impacientes, tienen algo que decir al respecto, poniendo en peligro quizá el crecimiento económico del país. Curiosamente, el presidente Abdala Gül, cada vez más rival de Erdogan, adoptaba un enfoque muy distinto. «Democracia no significa sólo elecciones», decía. «El mensaje trasladado con buena intención ha sido recibido».
En cuanto a Siria, Erdogan cometía su primer error de cálculo garrafal al implicar intensamente a Turquía en la guerra civil. Buscó provocar cuando Asad ignoró su (tajante) consejo de implantar reformas. No siendo propenso a tomarse bien un feo, Erdogan respondía emotivamente y metía de lleno a su país en la guerra civil, recibiendo a los rebeldes, proporcionándoles suministros y armas e intentando orientarlos. Los resultados han sido próximos a la catástrofe. Turquía ha tenido nuevos roces con Moscú, Teherán y Bagdad, ha perdido el acceso tanto a las rutas comerciales terrestres del Golfo Pérsico como al comercio con Siria, ha experimentado el terrorismo en su suelo (en Reyhanli) y ha visto dispararse las tensiones entre su cúpula estrictamente suní y la heterodoxa población musulmana del país.
Gracias al caos sirio, Turquía ha perdido su envidiable posición de fuerza y popularidad –su política de «cero problemas con los vecinos» que le granjeó beneficios tangibles– en favor de la sensación de estar rodeado de enemigos. Si bien el presidente Obama presumía en tiempos de su «estrecha relación de trabajo» con Erdogan, el encuentro en la Casa Blanca del mes pasado entre los dos no evidenció ni química personal ni los resultados prácticos en Siria que Erdogan esperaba mostrar.
En resumen, parece que la década de tranquilidad electoral, estabilidad política e inversión extranjera abundante se ha detenido en seco y ha comenzado el Gobierno del AKP una era más difícil. Las moribundas formaciones de la oposición podrían expresarse abiertamente. La facción pacifista puede sentirse consolidada. Los seculares podrían explotar el descontento extendido con los esfuerzos del régimen por inducir a la ciudadanía a ser más moral. Son excelentes noticias. Turquía viene avanzando en la dirección equivocada. Aun siendo democrático, el Gobierno tiene en la cárcel a más periodistas que ningún otro Estado del mundo. Aun siendo secular, manifiesta una creciente prisa por imponer amplios abanicos de ordenanzas islamistas, que incluyen la tramitación por la vía rápida la semana pasada de la regulación del consumo de bebidas alcohólicas. Aun siendo miembro de la OTAN, llevó a cabo en 2010 unas maniobras aéreas conjuntas con China. Aun siendo aspirante al ingreso en la UE, coquetea con la Organización para la Cooperación de Shanghái. Aun siendo supuestamente aliado estadounidense, Turquía ha humillado a Israel, llama al sionismo «crimen contra la humanidad» y se deshace en elogios a Hamas, una organización incluida en listas terrorista.
Gracias a las manifestaciones, ahora podemos tener nuevas esperanzas en que Turquía pueda abandonar la vía por la que viene avanzando, el despotismo, la islamización y las relaciones exteriores cada vez más disfuncionales. A lo mejor puede reanimarse su herencia secular, democrática y prooccidental.
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