Historia

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El eterno retorno del odio

Desde la Antigüedad hasta la Edad Moderna el pueblo judío ha sido obligado a una diáspora. Los viejos prejuicios se han mantenido en el tiempo. El «caso Dreyfuss» y el antisemitismo de Hitler son dos ejemplos de esa pasión exacerbada

La familia Neyer abandona el gueto de Varsovia, en Polonia, para su deportación en abril de 1943. Su misma suerte correrían muchos otros judíos
La familia Neyer abandona el gueto de Varsovia, en Polonia, para su deportación en abril de 1943. Su misma suerte correrían muchos otros judíoslarazon

El creador de la idea fundacional del Estado de Israel, Theodor Herzl, escribía en El Estado Judío: «Creo entender el antisemitismo, que es un movimiento muy complejo. Contemplo este movimiento como judío, sin odio y sin miedo. Creo reconocer lo que en el antisemitismo hay de burda chanza, envidia ruin, prejuicio heredado, intolerancia religiosa, pero también lo que hay de pretendida defensa legítima». Desde entonces ha pasado más de un siglo y en torno a la cuestión han sucedido asuntos capitales: el genocidio nazi, la creación del Estado de Israel y la repulsa generalizada del antisemitismo, pero la idea de Herzl sigue vigente: en el antisemitismo hay mucho de chanza, de envidia, de prejuicios y de intolerancia religiosa.

Aclaremos conceptos. Semitas son los árabes y los judíos, descendientes de Sem, hijo de Noé. Antisemitismo, en un sentido amplio, significaría odio, enemistad, hacia los semitas. Sin embargo, culturalmente, el antisemitismo es un concepto acuñado en el siglo XIX por un escritor racista alemán, Wilhelm Marr, que lo utilizó en su obra «Victoria del judaísmo sobre el germanismo» (1879) y, como en ella lo empleaba contra los judíos, el uso lo ha consagrado como hostilidad contra estos.

Los judíos habitaban en una zona de Palestina que se hallaba en el camino de paso entre las potencias anteriores a nuestra era: al sur, Egipto; al norte, Babilonia, Asiria, Persia, Siria. Si uno ambicionaba las tierras del Nilo atravesaba Palestina pisando a los judíos; igualmente, si los faraones codiciaban Mesopotamia, arrollaban a su paso a los judíos. Esa secular confrontación con enemigos exteriores, los sufrimientos, las deportaciones, forjaron en los judíos un temple a prueba de vicisitudes, una fuerte cohesión interna, una religión que, superando las calamidades presentes, les auguraba un futuro glorioso con la llegada del Mesías. A la vez, el continuo roce con extranjeros, unido a la pobreza de su tierra, provocaron la emigración de muchos judíos que se establecieron en las ciudades ribereñas del Mediterráneo, aunque sin perder su vínculo con la tierra original, por lo cual solían retornar a Jerusalén a celebrar la Pascua.

Las represalias de Adriano

El problema se agravó cuando Roma se apoderó de la región para quedarse. Su dominación la soportaron los judíos hasta que, mediado el siglo primero de nuestra era, Roma puso fin a la dinastía de Herodes (el de los Inocentes) y convirtió Palestina en provincia del Imperio. El despótico gobierno y su carencia de tacto religioso sublevaron a los judíos. Tito les venció, destruyó Jerusalén y deportó a gran parte de ellos. Medio siglo después, una nueva rebelión provocó las represalias de Adriano: deportó a la población, prohibió la práctica de la religión mosaica, la circuncisión, la observancia sabática e, incluso, bajo pena de muerte, el acceso de los judíos a Jerusalén. La ley mosaica continuó en la clandestinidad, lo mismo que los estudios religiosos y rabínicos. Fidelidad clandestina y flexibilidad religiosa en tiempos de persecución, permitieron la supervivencia de los judíos, cuyas comunidades se hallaban diseminadas por todo el Mediterráneo, Persia y Arabia y el día de la Pascua, se repetía la promesa forjada durante la cautividad en Babilonia: ¡El año que viene, en Jerusalén!

Los seguidores de la ley mosaica chocaron con sus compatriotas cristianos por motivos múltiples. Estos les reprochaban la muerte de Cristo, su rechazo del Evangelio y que se plegaran a rendir culto al emperador para conservar la vida. Aquellos rechazaban la universalidad cristiana, recelaban de la difusión del Evangelio y les tildaban de suicidas cuando elegían el martirio en vez de la formalidad de adorar al emperador. La enemistad entre ambas comunidades derivó en denuncias de judíos contra cristianos aunque unos y otros estuvieron bajo sospecha hasta que el Edicto de Milán (313) estableció la libertad de culto. Entonces cambiaron las tornas. Los cristianos, numerosos e influyentes, inspiraron persecuciones antijudías. Los viejos prejuicios seguían vigentes.

La vida de los judíos en los reinos cristianos medievales ni fue uniforme, ni feliz: mientras gozaban de cierta paz en la Península Ibérica eran fieramente perseguidos en Francia e Inglaterra, que organizaban las Cruzadas. Hubo momentos en que acapararon el comercio y las finanzas, que fueron médicos, geógrafos o administradores de nobles y reyes, pero en otros fueron masacrados, perseguidos y expulsados (en Francia, Inglaterra, España...). Su diferente religión y alimentación, el precepto sabático, la circuncisión, la endogamia, la crucifixión de Cristo, la envidia de su prosperidad si eran ricos, el repudio de profesiones como la de prestamista, habituales entre ellos, les convirtieron en chivos expiatorios de la ira popular en las catástrofes, epidemias o malas cosechas. En la Europa Oriental la situación se prolongaría hasta entrado el siglo XX.

Pero en medio de tales vicisitudes, el disperso pueblo judío incrementó su número e influencia, mantuvo su religión, su cohesión interna y apenas se diluyó en los países donde vivía, aunque su existencia no conducía al retorno a la Tierra Prometida sino que se había enraizado en los países de nacimiento o en las nuevas tierras de descubrimiento y colonización.

A partir del siglo XIX, Estados Unidos, donde se afincaron unos tres millones de judíos, fue la nueva tierra prometida. Y, también, Latinoamérica, hacia donde el gran capital judío canalizó algunas oleadas migratorias. Por ejemplo, el barón Hirsch, banquero y mecenas de origen semita, entregó más de 20 millones de dólares -cifra formidable entonces- para que se establecieran allí los judíos que lo desearan.

Parecía claro, pese a algunas ideas e intentos de retorno a Palestina, que la unidad religiosa y la fuerte cohesión nacional del pueblo israelí, a lo sumo mantenían vivo el deseo de regresar, pero se precisaban una llamada y una estrategia poner a los judíos en marcha. Y el catalizador fue, precisamente, el antisemitismo europeo de finales del siglo XIX.

A finales de 1894, Alfred Dreyfus, capitán del Ejército francés, fue implicado en un caso de espionaje y condenado a la degradación y a la cárcel. El origen judío de Dreyfus fue determinante para la condena, basada en pruebas circunstanciales. Esto originó un escándalo de formidables proporciones en Francia, con repercusiones en Europa entera. Uno de los periodistas que informó del proceso fue el austriaco Theodor Herzl, de origen judío pero de trayectoria antisemita. Durante el juicio, conmocionado por la evidente injusticia que se estaba cometiendo y por las pasiones antijudías que rezumaba la sociedad parisina, Herzl cambió de posición y escribió Der Judenstaat (El Estado judío).

En él proponía el retorno a Palestina y la fundación de un Estado donde los judíos estuvieran seguros, protegidos de las persecuciones aún frecuentes en aquella Europa. Las repercusiones de la obra fueron inmediatas: en 1897 se reunía el primer congreso sionista y cuando falleció Herzl, en 1904, ya había 70.000 colonos judíos trabajando en Palestina.

La ley de Extranjería de 1905

Una de las paradojas del pensamiento antisemita han sido sus consecuencias: del proceso antisemita de Dreyfus surgió el Estado judío, escrito por un periodista que hasta entonces fue antisemita, según propia confesión: «En París he adquirido una actitud más libre hacia el antisemitismo».

Arthur Balfour, distinguido político conservador británico de finales del siglo XIX y comienzos del XX, como primer ministro promocionó la Ley de extranjería de 1905 para que los judíos del Este, que trataban de escapar de los pogromos, frecuentes entonces, no pudieran emigrar al Reino Unido. Aquello le acarreó fama de antisemita, pero el propio Balfour, doce años después, cuando era secretario de Foreign Office, firmó el documento que lleva su nombre, otorgando a los judíos un hogar en Palestina, que sería el instrumento para que durante el protectorado británico los judíos pudieran emigrar sin trabas y disponer allí de igualdad de derechos con los nativos. Claro que en la actitud británica había otras intenciones menos altruistas.

Paradójicamente, el antisemitismo de Hitler fue uno de los motores de la creación de Israel. Las Leyes de Núremberg (1935) destinadas a privar a los judíos de todo tipo de derechos, suscitaron la emigración a Palestina de unos 190.000 judíos alemanes, muchos con elevada formación y cierta cantidad de dinero. Ellos fueron uno de los factores del futuro cambio en la región. Pero aún serían más relevantes los efectos del genocidio nazi: el mundo, aterrorizado por la eliminación de seis millones de judíos, decidió darles un Estado dividiendo Palestina en 1947 sin sopesar las consecuencias. Hasta hoy Alemania ha sido el segundo gran benefactor del Estado de Israel para compensar las atrocidades del nazismo y para ser absuelto del abominable pasado.

Fuentes de una aversión

Tras la Segunda Guerra Mundial persistió un antisemitismo de alcantarilla, pues la repercusión del genocidio no permitía exhibiciones. Pero después reverdeció. Por un lado, los palestinos y los árabes, en general, que reprueban los abusos continuos del Estado de Israel. Un análisis minucioso no calificaría su actitud de antisemita, sino de antisionista o de hostilidad contra determinados personajes judíos por sus actuaciones políticas, más que de odio étnico.

Otra fuente antisemita se encuentra en las ideologías neonazis y neofascistas y en otros movimientos de ultraderecha que promueven doctrinas racistas y xenófobas.

Tuvo vetas antisemitas el totalitarismo soviético como rechazo de los particularismos, el semita entre ellos. Tal antisemitismo navegó viento en popa durante la Guerra Fría por el alineamiento de la URSS con los árabes frente a Israel y su valedor, Estados Unidos. Y, finalmente, circula un falso antisemitismo utilizado por la propaganda sionista contra quien se atreve a criticar la política israelí.