Siria
«En Siria nos matan y ya. Aquí nos dejan morir lentamente»
En Röszke, los refugiados resisten en condiciones infrahumanas
El suplicio que sufren centenares de personas en los campos de refugiados de Röszke, en la frontera húngara, es mayúsculo. Cuando llegamos por la tarde al campamento de esta localidad en la frontera húngara, nos encontramos un numeroso grupo de sirios. Los niños lloran desconsolados y los padres se cubren los rostros como si estuvieran avergonzados.
Un compañero periodista nos cuenta lo sucedido minutos antes: «La Policía húngara los ha encerrado apelotonados en un furgón para presos –con las ventanillas minúsculas–, mujeres y niños incluidos, y los han tenido ahí dentro a pleno sol durante más de cuatro horas. Al rato han empezado a golpear las paredes, asfixiados, para que los sacaran». Antes de llegar a ese supuesto cubículo de «acogida», los refugiados –por decisión propia o siendo capturados– se instalan en un campamento. Una máquina de destrucción de la dignidad humana. Nos acercamos al lugar por la noche. A lo lejos ya podemos escuchar algunos gritos. De fondo, los mismos ladridos que durante el día y un helicóptero que sobrevuela la zona. Se trata de un descampado acotado por una cinta blanca donde se lee «Police». Un fino trozo de plástico convertido por la Policía húngara en una barrera infranqueable entre los que tienen derecho a pisar Europa y los que no. Un establo con 500 personas a las que gritar «¡Go back!» (¡Vuelve atrás!) a empujones cada vez que alguien atraviesa esa línea.
En una de las esquinas del campo se aglomeran decenas de familias sentadas frente a un fuerte cordón policial. Esperan el autobús que les llevará al centro de registro. Varios agentes enfocan con sus linternas los rostros de los que esperan y cuando éstos se tapan molestos les preguntan en tono desafiante: «¿Por qué te escondes? ¿Acaso eres un terrorista?». Una «broma» que repiten seguida de estúpidas carcajadas. Cuando llega el autobús algunos refugiados se levantan del suelo. «¡Sit!» (¡Siéntate!), ladran los policías con la cara desencajada. De nuevo risas cómplices entre ellos. Esos «gorilas» rapados, con mascarilla y guantes de látex, parecen divertirse. Dejan pasar al vehículo únicamente a las familias con niños. El goteo se frena cuando sólo quedan dos plazas y dividen a una familia. El padre se queda dentro del cordón, con una niña de pocos años en brazos e intenta pasar entre los lamentos de su mujer al otro lado. La Policía forcejea hasta el punto en que el hombre sirio –evidentemente– enloquece y comienza a chillar «¡Baby, my baby!» (¡Bebé, mi bebé!), zarandeándose con fuerza mientras protege a su hija. El cordón se rompe y comienza el aporreo. Casi todos los refugiados han conseguido una manta, traídas por jóvenes voluntarios austriacos y alemanes que se han organizado de forma espontánea para acudir al lugar con provisiones recogidas en sus países. Ni rastro de Acnur, ni Cruz Roja, ni de ninguna otra organización. A medida que avanza la noche, se multiplican las toses broncas y berridos de niños. Algunos encienden hogueras para calentarse, pero el suelo se ha humedecido y el frío cala lentamente. «En Siria nos matan y ya está. Aquí nos dejan morir despacio», se queja Hamsi, cuya mujer yace con temblores encima de una esterilla, abrazando a su hija. Algunos afganos y paquistaníes nos cuentan que llevan hasta tres días en esas condiciones.
La estación vuelve a la calma
Abandonamos ese tormento al amanecer para tomar un tren a Budapest. En contraste, la capital húngara es un paraíso. Los transeúntes caminan de un lado para el otro y sólo se detienen al ver la luz roja en el semáforo. También hay varios niños que montan en bicicleta. En Keleti, la estación principal de trenes, dos policías pasean con las manos en los bolsillos. Algunos refugiados merodean por los andenes para enterarse de cuándo sale el próximo tren hacia Austria. En el paso subterráneo decenas de refugiados –los que no tienen más dinero para un hotel– duermen en tiendas, pero nada comparado con el hacinamiento de días anteriores. Algunos voluntarios han montado grandes carpas con ropa, zapatos y comida, que a primera hora de la mañana se convierten en un mercadillo gratuito, al que acuden también húngaros desfavorecidos. La megafonía informa de que algunos vagones estarán destinados exclusivamente para los refugiados «por motivos excepcionales». En el tren de las 12:45 se suben el joven Farouq, que quiere continuar sus estudios de Económicas; su hermano Mohanad, dentista, y su padre, Hassan, algo menos sonriente, pues sólo piensa en traer a su mujer y a sus dos hijos más pequeños, todavía en Alepo.
Violencia policial con censuras
Durante los disturbios, el corresponsal de LA RAZÓN en la zona es agredido por la Policía húngara mientras fotografiaba la escena. El agente lo empotró contra el autobús y le abofeteó para luego sacarlo a empujones del cordón. Algunos refugiados agradecen la presencia de la prensa, pues aseguran que “cuando no hay periodistas, las agresiones son más virulentas”. Varios medios anglosajones han informado del uso de gases pimienta para disipar los intentos frustrados –el último ayer– de los refugiados por escapar del campamento.
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