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Jerusalén: El asesino puede ser cualquiera
Psicosis en Jerusalén. La población civil, tras la oleada de ataques y acuchillamientos, extrema las precauciones. Ir al trabajo o hacer la compra se han convertido en una pesadilla.
En medio, o por encima, de las mutuas acusaciones entre el Gobierno de Israel y la Autoridad Nacional Palestina sobre la responsabilidad por la violencia desatada en el país, se reaviva el sufrimiento de la población civil. La dura dinámica de las últimas semanas ha devuelto al israelí de la calle la sensación –que aquí de todos modos está siempre latente, y que recuerda la de tantas otras épocas de continuos atentados– del peligro que puede acechar en cada esquina.
«No se sabe de dónde puede saltar alguien para atacarte. Hay que caminar mirando para todos lados», comenta Mijal, una joven estudiante, que duda si es recomendable quedar con una amiga en un café. «Lo seguro es que está prohibido sentarse en ningún sitio en el que no hay guardia a la entrada», agrega, recordando que en la Segunda Intifada no había ni un sólo lugar público en el que no hubiera alguien apostado en la puerta para intentar frenar a tiempo a un suicida con explosivos.
Alon, que estudia su último año de secundaria, ha recibido instrucciones claras de su madre. «No juegues con el teléfono móvil mientras esperas el autobús. Estate atento, con ojos bien abiertos, no des la espalda a nadie extraño», le dice insistentemente. «Sólo así podrás quizás ver a tiempo si alguien saca un cuchillo o si un automóvil se desvía repentinamente para embestir la parada». Su madre comenta el dilema moral de fondo: la seguridad de su hijo es para ella lo primordial, pero no quiere que las indicaciones acerca de cómo cuidarse pasen por frases que lo alerten sobre los árabes en general, para no educarle con prejuicios que generalicen y, por ende, sean injustos.
Estos días en Israel se mezclan ideas y sentimientos complejos: la necesidad de seguir viviendo con la mayor normalidad posible, y el deseo de no permitir que los atacantes logren, no sólo matarte o herirte, tampoco aterrorizarte. Y garantizar la propia seguridad. Esto, en una situación en la que nadie puede asegurar si terminará sano y salvo el viaje en autobús al trabajo y si no le acuchillarán mientras hace la compra. Simi, esteticién en el centro de Jerusalén, confiesa que de noche «ni salgo de casa». Asegura que va por la calle mirando los rostros de quienes puedan parecerle potenciales atacantes. Algunas compañeras de trabajo comentan que «lo terrible es que puede ser cualquiera: un empleado del supermercado al que vemos siempre, el que está todos los días detrás de un mostrador... Quizás haya oído una incitación anti-israelí y sale de casa dispuesto a matar».
La recurrencia de atentados en las últimas semanas cometidos por árabes contra civiles y policías israelíes en diversas partes del país, especialmente Jerusalén, coloca a los propios árabes en una situación complicada. Saben que se han convertido en sospechosos constantes y que el solo hecho de reconocerlos como árabes pone al otro a la defensiva. «El problema es que esta situación nos da miedo también a nosotros», comenta Hamdi, que trabaja en una gasolinera en Jerusalén. «Nunca podemos saber si por culpa de lo que otros hicieron, no puede salir alguien a atacar a quien no tiene culpa. Y ya ha habido casos». A él no le ha sucedido, pero recuerda al joven atacado días atrás en Netanya cuando recorría un centro comercial con otros amigos, árabes como él. «Yo sé que es la excepción, pero ha pasado. Y da miedo». Otro empleado árabe en el lugar agrega que «lo que sí hemos visto es que algunos no quieren que los atendamos, que nosotros les prestemos el servicio que damos siempre, como si fuéramos asesinos. Es muy desagradable. Yo no salí a matar a nadie y no me gusta que me discriminen por algo que no hice».
Ahmed, taxista en Jerusalén, también está preocupado. A sus 65 años, explica que no tiene fuerza para vivir en conflicto. «Estaba todo muy tranquilo y ahora esto. Es insostenible». Critica en términos generales a los jóvenes árabes que cometieron atentados, dice que «no escuchan ni a sus padres», pero también condena la reacción de Israel. «Así no podemos vivir. Hoy, al salir de mi casa en Ras el Amud había mojones de cemento. Eso altera, hace perder tiempo. No pude llegar a un entierro. Al comentarle que los obstáculos son para revisiones de seguridad y que no impiden la salida, contesta retóricamente: «¿Yo preciso, a mi edad, que alguien me registre?». «No, ya pasé esas etapas. No puedo volver a vivir así. Esto es un castigo colectivo que no llevará a nada y sólo fomentará más odio».
En Jabel Mukaber, uno de los barrios de Jerusalén oriental de los que salieron varios de los responsables de los últimos atentados, sienten una gran incomodidad. Allí se mezclan quienes alaban a los atacantes, quienes lamentan su origen, aquellos que se concentran en aclarar que demoler sus casas sólo aumentará el odio y quienes recuerdan que también ellos tienen miedo. «Hoy no mandé a mis hijos a la escuela», comenta Ahmed, convencido de que la situación actual no es buena para nadie. «Uno no sabe qué puede pasar, de dónde puede venir un loco a crear más problemas. Y como no faltan tampoco del lado judío, mejor los cuido en casa», asegura.
Algunos intentos de entrevistar a padres de los menores palestinos que se cubren la cabeza con una «kefía» y salen a tirar piedras, nos resultan infructuosos. «No influyen sobre sus hijos, temen por ellos y por todo el deterioro de la situación», comenta Ahmed al respecto. «Saben que las piedras pueden matar, pero su primer miedo es que maten a sus hijos, baleados, en una respuesta israelí».
Un elemento que da gran inseguridad a la población judía es el hecho de que los árabes de Jerusalén oriental son parte integral de la población. Tienen cédula azul como todos los ciudadanos, se pueden mover libremente por todo el país. Trabajan con los judíos y la interacción es continua. Uno de ellos, del barrio Jabel Mukaber, fue el responsable el martes del atentado del automóvil contra la parada de autobús. El coche era de la compañía israelí de teléfonos Bezek, en la que trabajaba hace años. La gran pregunta es cómo distinguir de antemano, cómo maniobrar entre la necesidad de no tomar medidas contra quienes no las merecen y lo imperioso de cuidar la propia vida.
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