Japón
Kamikazes, sus últimas palabras
Antes de marchar al frente para dar la vida por su país sí o sí, los jóvenes soldados dejaban por escrito sus sensaciones y reflexiones, ahora recogidas en «No esperamos volver vivos».
A finales de 1943, el Gobierno japonés sacrificó a 150.000 estudiantes de la manera más absurda que quepa imaginar. Cuando los militares en el poder sabían que la derrota era sólo una cuestión de tiempo, la flor y nata de la sociedad nipona partía rumbo a la guerra. Con el enemigo a las puertas, sin recursos materiales ni humanos para hacerle frente, la rendición hubiera salvado la vida de millones de ciudadanos. Y, sin embargo, ésa era una opción inimaginable: «¡Ahora empieza la verdadera guerra!», dijo el primer ministro de Japón, el general Hideki Tojo, en diciembre de ese año ante el Parlamento. Japón despertó de su sueño de construir una nueva Asia el día que vio partir al tesoro de la nación rumbo de la guerra. En las trincheras, escondidos en cuevas, bajo terror de los bombardeos, horas antes de inmolarse, a bordo de cementerios flotantes, estos jóvenes sin futuro dejaron constancia de su amarga situación en diarios, cartas y notas que hacían llegar a las familias infringiendo la censura militar.
En sus testimonios, los soldados-estudiantes piden perdón a sus padres por faltar al deber sagrado de la piedad filial, se despiden de sus esposas e hijos con tristeza y resignación y expresan sin rodeos lo injusto de su amargo final. En ocasiones hacen referencia al destino, en el que se sienten atrapados; muchos señalan su inquebrantable compromiso con la búsqueda de la verdad y expresan un trágico deseo de vivir, aunque sienten la obligación, como un puñal clavado en la conciencia, de sacrificarse por su patria. Y entre tanto lamento y dolor, brillan los recuerdos de las cosas sencillas que dan sentido a la vida: la llegada de la primavera, el olor de unos pastelitos, el cariño incondicional recibido por una madre...: «¡Qué amor más inmenso e ilimitado y qué benevolencia! ¡Qué consideración inmerecida! Madre, su amor y su confianza brillaban y brillan sobre mí! ¿Cómo podría intentar vivir sin mejorar lo que me rodea? ¡Qué terrible impiedad es traicionar el amor de una madre que acepta cuanto procede de sus hijos, dolor y alegría, como si procediera de ella misma!».
Estudiantes-soldado
La vida de los estudiantes nipones en los años de conflicto bélico fue paradójica. Por un lado, se les exigía una entrega absoluta en sus investigaciones para elevar la ciencia y el espíritu de la nación y, al mismo tiempo, el Estado, la opinión pública y los medios de comunicación les apremiaban a concluir cuanto antes sus carreras para poderlos enviar a una guerra interminable que estaba conduciendo a Japón a un desastre más que predecible. Lo cierto es que tras la invasión de Manchuria (1931) los estudiantes se negaron a dejarse arrastrar por la euforia popular en favor de la guerra y esto les granjeó el desprecio de un importante sector de la población comprometido con el proyecto militar y expansionista.
En medio de un ambiente hostil, señalados como parásitos por sus compatriotas, es fácil imaginar la situación de los universitarios en 1938, cuando veían partir al frente a obreros, padres de familia, campesinos jóvenes... mientras que ellos todavía disfrutaban de exenciones y prórrogas. Muchos de los diarios y cartas recogidos están fechados en esas circunstancias. Víctimas de la presión social, en el fondo del corazón de aquellos incipientes soldados de apenas 20 años se agazapaba un discurso paradójico: mezcla de orgullo y arrojo, por un lado; amargura y abatimiento, por otro. Como expone claramente uno de los autores: «Para ser honesto, no puedo decir que mi deseo de morir por el emperador proceda de mi corazón. Pero han decidido por mí que debo morir por él y así será».
Y, una vez alistados, sus años de dedicación a la búsqueda del saber eran lo más parecido a un estigma, ya que el grueso del Ejército japonés estaba compuesto por gentes del entorno rural –verdadero baluarte de la religión ultranacionalista–, que despreciaban a los liberales procedentes de las universidades. Este sentimiento de culpa puede ayudarnos a comprender el elevado número de estudiantes que se enrolaron voluntariamente en los cuerpos especiales de ataque, comúnmente conocidos como kamikazes. El verdadero valor de estos testimonios no es otro que el de exponer la verdad más íntima de unos individuos, instruidos e inteligentes, que fueron devorados por su época. Ante el abismo insondable que significa la muerte, los protagonistas ofrecieron respuestas vitales tan diferentes como lo eran sus personalidades: desde la resignación al optimismo, pasando por el nihilismo, la ironía y, también, la entrega desinteresada y el orgullo al ser elegido para inmolarse de forma violenta. La franqueza y la naturalidad que transmiten con sus palabras surge de lo desesperado de su situación. Los que no esperan volver vivos al hogar bien pueden permitirse ser absolutamente sinceros: «Me encuentro perdido en medio de una multitud enloquecida, por lo que debo vivir ahora en un estado de completa sinceridad. Ésa debe ser mi meta».
En el ámbito de la Historia, todos estos testimonios abren una posibilidad distinta de aproximarse al pasado: como una experiencia emocional elemental que reclama clemencia y empatía por parte del lector. Hay poco que rebatir ante palabras de resignación como éstas: «He aceptado que pronto finalizará esta vida vacía y que renaceré en una existencia mejor. Madre –la única palabra que me importa en este mundo–, cuídese mucho».
Héroes por obligación
Y, sin embargo, un caso límite que desafía a toda comprensión es el de los kamikazes. ¿Qué pensar de su gesto? No olvidemos que en Japón siguen siendo considerados héroes. La lectura de sus diarios y cartas de despedida supone, hoy en día, un reto aún mayor que en el momento en que fueron escritos. A diferencia de los lectores actuales, aquellos jóvenes crecieron y se formaron en una sociedad que despreciaba el individualismo y valoraba la entrega desinteresada como la mayor virtud imaginable. Las últimas palabras de Kiyoshi Hirai, un joven soldado de 21 años, expresan con agudeza su dilema: «Yo realmente entiendo cómo se siente, querida madre, pero los tiempos en que vivimos y la educación que he recibido no me permiten cumplir sus deseos. Por favor, por favor, perdóneme por la gran impiedad de morir antes de que a usted le haya llegado su hora».
La claridad con la que analizan su situación parece poner en tela de juicio las clásicas interpretaciones que describen su acto como el resultado de la coacción, la paranoia o la privación de la personalidad. ¿Se trataba simplemente de fanáticos, de perturbados? ¿O de jóvenes que deseaban morir con dignidad, sin humillar a sus familias, y que no tenían otra opción, ningún lugar a donde huir? Dejamos en manos del lector que responda a estas preguntas.
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