Historia
La América de todos
El nativismo fue un movimiento norteamericano del sigo XIX que combinaba la reivindicación racial, la de los nacidos en Estados Unidos (EE UU), con la de la religión –el protestantismo– como la propia de la nación. Es uno de los muchos movimientos populistas que han atravesado la historia de Estados Unidos, un país en el que el populismo forma parte de la propia naturaleza del sistema político, de su democracia.
Un historiador le dedicó hace años un libro clásico, titulado «Extraños en la tierra». Hace poco, una profesora de una universidad de California publicó otra investigación, titulada «Extraños en la propia tierra», dedicada a los votantes de Trump. La estudiosa se desplazó a un Estado sureño y allí vivió con ellos y los observó como un antropólogo europeo, en los años veinte o treinta del siglo pasado, iba a observar una tribu de la Amazonia.
La actitud da la medida de lo que ha ocurrido en Estados Unidos en estos ocho años de Presidencia de Barack Obama: hasta qué punto una parte de la sociedad norteamericana ha vivido de espaldas a la otra y segura de que esta estaba condenada a quedar abandonada en las cunetas de la Historia. Obama ha sido un presidente importante en política exterior y para la salida de la crisis económica. La ejecutoria ha sido muy distinta en cuanto a la forma de abordar la reforma del país. Obama prometió una sociedad postracial e incluso postpartidista. En vez de eso, ha sido uno de los presidentes más intensamente activistas de la historia.
Con un discurso corrosivo, de un sectarismo del que sólo los fieles sectarios no se percataban, ha contribuido a enfrentar aquello que debía ser unido: pobres contra ricos, trabajadores contra empresarios, negros contra blancos, etc., etc., etc. En vez de contribuir a reunir los diversos grupos que componen Estados Unidos, Obama ha contribuido a separarlos y a abrir trincheras entre ellos.
La Nueva América que encarnaba era la América de las identidades incompatibles, unidas no ya por una noción del bien común, sino por la cultura de la queja, que es la propia de una sociedad (des)articulada en minorías. En estas elecciones estaba en juego una idea de América: un mundo nuevo que iba a dejar atrás los «antiguos» valores americanos –independencia, individualismo, libertad- ahora considerados sospechosos, o abiertamente tachados de reaccionarios. Pues bien, la respuesta de la ciudadanía debería ser interpretada en toda su complejidad, sin recurrir a tópicos ni a simplificaciones.
Es en parte la expresión de la voluntad de no perder aquello que hizo grande a Estados Unidos: la unidad, el sentido de la comunidad nacional, la voluntad de seguir juntos y la noción de que existe algo superior, encarnado en la nación y tan bien expresado por ese «God Bless America» (Dios bendiga a América) característico de la política norteamericana.
El sentido de la Presidencia de Donald Trump dependerá ahora de la capacidad para dar a este mandato un sentido positivo. Trump ha logrado dar voz a los muchos norteamericanos que siguen pensando que el proyecto de sociedad que ellos encarnan y que heredaron de sus mayores sigue teniendo vigencia, aunque necesite reformas, y que no es un engaño racista.
Pequeños y grandes empresarios, trabajadores, familias, hombres y mujeres que no están dispuestos a rendirse ante una nueva Historia, tan providencial como cualquiera de las anteriores, que se disponía a dejarlos atrás. Ahora, el presidente Trump se enfrenta a una tarea más difícil todavía: la de mantener esta coalición y la de volver a crear la posibilidad de una América que supere las exclusiones del pasado sin generar otras nuevas. Los problemas son monumentales. Las actitudes mantenidas hasta ahora, las mismas que le han llevado a la Casa Blanca, no siempre le van a ayudar. El nuevo presidente va a poner a prueba su carácter, su flexibilidad, su templanza y su capacidad de negociación.
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