César Vidal
La batalla racial y de clases se libra en Carolina del Norte
Radiografía electoral: estados clave. Decisiva por sus quince votos electorales, el candidato republicano debe ganar en este estado para lograr la presidencia
A pesar de su nombre, Carolina del Norte es un estado situado en el sur, más al sur que Virginia, la tierra de Robert E. Lee, el gran general confederado, y tan al sur como Georgia, el estado de Escarlata O’Hara, la protagonista de «Lo que el viento se llevó». Aunque en 1567 andaba por aquellas tierras un capitán español llamado Juan Pardo, la presencia hispana fue efímera y apenas unos años después, los ingleses se asentaban convirtiéndose en el segundo territorio americano poblado por súbditos de Su Graciosa majestad. Carolina del Norte fue la primera de las colonias que envió delegados al congreso continental en el que se decidió la independencia de la metrópoli británica y también formó parte de los estados que optaron por la secesión, convencidos de que Lincoln adoptaba un rumbo que iba en contra de los Padres fundadores. Lo cierto es que esa circunstancia ha marcado hasta el día de hoy Carolina del Norte. Tras la posguerra, durante décadas, sus habitantes votaron de manera fiel y sostenida al Partido Demócrata y lo hicieron porque, a diferencia del republicano, era el partido del sur, conservador, racista y orgulloso. La situación sólo comenzó a experimentar cambios en la década de los sesenta cuando, a impulso de Kennedy, primero, y de Johnson, después, los demócratas cambiaron radicalmente de rumbo y dejaron de ser los conservadores de siempre. Como tantos estados del «Deep South», Carolina del Norte se volvió hacia un partido republicano que defendía la libre empresa, que abominaba la discriminación positiva, que creía en los impuestos bajos y que desconfiaba de Washington. A fin de cuentas, ¿no habían sido esos los valores de la Confederación?
No sorprende que Carolina del Norte haya apoyado siempre a los candidatos republicanos salvo que el demócrata fuera un sureño como Jimmy Carter. Incluso el también sureño Clinton perdió en el estado en 1992 y 1996. El cambio demográfico en áreas como el Research Triangle, Charlotte, Greensboro, Winston-Salem, Fayetteville y Asheville otorgaron la victoria a Obama en sus primeras elecciones, pero en 2012, Romney consiguió vencerlo convirtiendo Carolina del Norte en el único «swing state» perdido por el actual presidente.
Con sus 15 compromisarios, Carolina del Norte resulta decisiva en estas elecciones. Para imponerse hay que tener en cuenta, en primer lugar, la dimensión racial. El estado cuenta con un 68,5 por ciento de población blanca, un 21,5 de negros, un 8,4 de hispanos y un 2,2 de asiáticos, siendo los grupos restantes muy pequeños. Sin embargo, desde 2011, el 49,8 por ciento de la población joven no es blanca. Al factor racial debe añadirse el religioso. Carolina del Norte es desde la era colonial un estado mayoritariamente protestante. Situado en el «Bible Belt» (cinturón bíblico), la primera confesión religiosa son los bautistas, seguidos por los metodistas, y la iglesia católica en tercer lugar, ya que el número de católicos se ha venido incrementando en los últimos años por efecto de la inmigración hispana. Los caladeros de votos resultan, pues, fáciles de entender. Hillary debe dirigirse de manera especial a los negros, los hispanos, los católicos y los protestantes «main line» –ambos más laxos en cuestiones morales que los evangélicos sureños – así como a minorías como los judíos, los musulmanes o los hindúes. Todo ello, por supuesto, aderezado por su mensaje machacón de que sería la primera mujer presidente. En el caso de Trump, el objetivo es captar el voto de los blancos y los protestantes, católicos e hispanos que mantengan una inclinación conservadora en valores como la defensa de la vida y de la familia.
No otra cosa ha sucedido en las últimas horas. Trump se desplazó a Selma –no confundir con la ciudad de Alabama del mismo nombre escenario de la lucha por los derechos civiles– y Hillary, a Raleigh. Ha sido, sin embargo, en Winterville, en el Pitt Community College, donde el discurso de Hillary ha resultado un paradigma. Un porcentaje nada escaso de los presentes era negro y a ellos, Hillary les ha advertido de que Trump envía tweets a supremacistas blancos y esparce teorías de la conspiración con tintes raciales. Como remate, Clinton ha subrayado que Trump ha recibido el apoyo del Ku Klux Klan. No es menos cierto que el candidato republicano ha rechazado ese apoyo y que su hijo Eric ha señalado que David Duke, un congresista que perteneció al KKK, «se merece una bala», pero la audiencia de Hillary se encuentra en estado de ebullición. Es un calor que Hillary atiza para referirse a los Cinco del Central Park, un grupo de cinco negros e hispanos a los que se acusó de asalto y violación y que fueron exonerados después de que se realizaran las pruebas de ADN. Por si alguien no ha captado la finalidad de la historia ejemplar, Hillary se dirige a los presentes para preguntarles: «¿Alguno de nosotros tiene sitio en la América de Trump?». La pregunta es claramente retórica.
Crisol de culturas
En Concord, Trump se refiere ante un público – no menos entusiasta que el de Hillary– a los correos electrónicos de la demócrata. Según Trump, si Hillary llega a la Casa Blanca tendrá lugar una crisis institucional sin precedentes que perjudicará enormemente a Estados Unidos. Se puede discutir el aserto, pero poco puede dudarse de que los presentes lo creen a pies juntillas. Con todo, cuando los asistentes muestran su apoyo más cerrado es en el momento en que Trump recuerda como Donna Brazile le pasó las preguntas del debate a Hillary con antelación para remachar la falta de independencia de los medios y cómo le habrían tratado a él de ser el beneficiado por una acción de ese tipo.
Ambos candidatos saben lo que dicen y a quién lo dicen y, sin duda, sus palabras encuentran un eco resonante entre sus seguidores. La cuestión, como en buena parte de la nación, es si será mayor el peso de los recién llegados o el de los naturales.
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