Cracovia
La vergüenza que las SS no pudieron ocultar al mundo
Millones de personas murieron exclusivamente en los campos de concentración KL, bajo la supervisión directa de las SS. Esta máquina de matar operó durante años a una escala enorme en toda Europa.
Toda la Alemania y el resto de la comunidad internacional eran conscientes de uno de los hechos más atroces de la historia, que sigue siendo un baldón en la conciencia colectiva.
En 1939, Heinrich Himmler formuló un lema para sus campos de concentración: «Existe un camino hacia la libertad». Dos años después, tras visitar los crematorios de Auschwitz, lo complementó con una macabra ocurrencia: «En Auschwitz se entra por la puerta y se sale por la chimenea». Ambas frases de aquel tétrico personaje, cuyo talento en la vida civil apenas alcanzó para dirigir una modesta explotación agrícola familiar, constituyen señeros emblemas de la Alemania nazi, pues, en frase del historiador Nikolaus Wachsmann, «los campos de concentración han pasado a ser un símbolo del Tercer Reich en su conjunto, ocupando un lugar muy destacado en el salón de la infamia de la Historia» (KL, Historia de los campos de concentración nazis). Y, también, son un baldón imborrable para los alemanes, pues prácticamente todos conocieron su existencia y las atrocidades que se cometían en ellos. Al llegar Hitler al poder, los campos de concentración no constituían ni una novedad histórica, pues desde el siglo XIX los habían empleado las potencias coloniales para concentrar a las poblaciones civiles en zonas de subversión nativa para evitar que apoyara a los guerrilleros, ni una novedad dentro de su ideario, pues ya había hablado de ellos cuando aún era un don nadie en la política: «Frenaremos el socavamiento de nuestra nación por los judíos, aislando su vacilo en campos de concentración si fuera necesario». Lo novedoso es que surgieran tan rápidamente: dos meses después de que alcanzara la Cancillería en enero de 1933.
El 27 de febrero de 1933, los nazis responsabilizaron a los comunistas del incendio del Reichtag y desplegaron una bien planificada campaña de detenciones en sus filas, llevada a cabo por los matones nazis de las Sturmabteilung (SA, sección de asalto) y de las Schutzstaffel (SS, compañías de defensa), convertidos en celadores de la «seguridad del Reich. Como faltara espacio para semejante masa de detenidos, los nazis procedieron al margen de los mecanismos de la Justicia –que los hubiera puesto en libertad por falta de pruebas– y crearon sus propios centros de detención custodiados por sus milicias. En 1933/34 estos campos de detención se extendieron por Alemania dependiendo de autoridades distintas: los de Prusia, de Hermann Göring, con más de siete mil detenidos en diciembre de 1933; los de Baviera y otros lugares del Reich, de Heinrich Himmler, que abrió uno de los primeros campos en Dachau –al poco tiempo, modelo de los que le seguirían– en donde se proponía encerrar a «cuantos amenacen la seguridad del Reich».
w Los cuchillos largos
Todo el mundo estuvo al tanto de los campos y de lo que en ellos ocurría, pues su existencia y funcionamiento aparecían en la prensa y el tráfico de reclusos era tan alto que muchos millares de alemanes regresaron de ellos y pudieron contar la arbitrariedad, el maltrato y hasta el asesinato que allí eran habituales. Incluso hubo quien pudo huir al extranjero y publicar libros al respecto. Las víctimas preferidas eran intelectuales, abogados, militantes y sindicalistas de izquierdas a los que se trataba de doblegar, de «reeducar» mediante humillaciones, aislamiento, hambre, golpes y a veces agresiones tan graves que llegaban al asesinato.
Al llegar el verano de 1934, Hitler se sintió suficientemente fuerte como para eliminar a su viejo amigo y aliado Ernst Röhm, jefe de las SA, y que en su megalomanía deseaba armar a sus milicianos, cerca de tres millones y vertebrarlos en Ejército. Hitler presintió el peligro, primero de que las Fuerzas Armadas –cuyo jefe era el decrépito presidente Hindenburg– se soliviantaran y, segundo, de que Röhm, al frente de más de tres millones de hombres armados, se convirtiera en el auténtico dueño de Alemania. Así urdió el Golpe de la Noche de los cuchillos largos, con la colaboración de Himmler y Reinhard Heydrch, en la que Röhm y los dirigentes de las SA fueron apresados por sorpresa y recluidos en los centros en cuyo control participaban.
Aquella maniobra costó la vida a más de dos centenares de personas, determinó la paulatina extinción de las SA, convirtió a las SS en únicas milicias nazis y situó a Himmler a la cabeza de todo el aparato policial y represor del Tercer Reich y, por supuesto, de los campos de concentración de las SS, mientras desaparecieron todos los demás. En adelante, los Konzentrationslager, KL, dependerían de una IKL (inspección de los campos de concentración) dirigida por Eicke, que recibía su recompensa por el asesinato de Röhm.
Las SS de los KL dispusieron de un estatuto independiente dentro de la organización, aunque dentro de ella, y pronto lucirían en el uniforme un distintivo, el emblema totenkopf –la calavera y las tibias cruzadas–. Formaban dos secciones distintas: los que se ocupaban de la organización, control y administración de los KL y los guardias. Los primeros estaban en contacto con los reclusos, caracterizados por su crueldad, vesania asesina y pillaje a costa de los presos y de la sisa en su ya magra alimentación; de sus plantillas saldrían los dirigentes de los nuevos campos. Los segundos llevaban una dura vida que combinaba las guardias con un duro entrenamiento militar remunerado con salarios muy modestos, manteniéndolos allí el fuerte paro que existía en Alemania al comienzo del nazismo y las promesas de Himmler que, a la larga, se cumplirían: de sus filas se extrajo el grupo de combate Totenkopf que evolucionó hasta 3ª div. Panzer Totenkopf de las Waffen SS, mandada por Eicke.
Himmler también sacó adelante el entramado de los campos, que logró vertebrar dentro de los presupuestos estatales, aumentando su número de cinco, en 1935, a diez, en 1938, el último de estos fue Mauthausen, en Austria, erigido sobre una loma. No lejos, bajando una empinada escalera de 185 peldaños que aún sobrecoge y requiere atención utilizarla, se abre la cantera de granito –una de las pocas industrias rentables de las SS–. Allí los guardianes deslomaban a latigazos a los reclusos, helados en invierno, cocidos de calor en verano, mientras arrancaban granito con medios rudimentarios.
Los «paracaidistas»
Si peligroso era bajar la escalera helada y a oscuras, peor era subirla en formación, de cinco en fondo, con sillares de unos 30 kilos a cuestas (50-60% del peso del recluso). Cuando alguien se caía hacia atrás arrastraba a las filas más bajas, originando muertos y heridos. Si se caía sobre la escalera, los guardianes lo molían a palos y, a veces, lo arrojaban al precipicio, calificándolo de «paracaidista». Muchos hubo que, incapaces de sufrir más penalidades optaron por subir su última piedra y, a la altura adecuada, se arrojaron al precipicio ayudados por su carga.
Ese conglomerado de campos ocupaba en conjunto más de 500 hectáreas, pero si aumentaba su tamaño disminuía su visibilidad: se buscaban lugares apartados y la organización los convertía casi en autosuficientes (carpintería, panadería, carnicería, talleres de ropa...), disminuyendo el contacto con el exterior, aunque no tanto como para hacerse olvidar porque la población reclusa aumentaba: 24.000 personas a comienzos de 1938; el doble, un año después. Ya no sólo encerraban a los enemigos políticos, sino también a vagabundos, borrachos, prostitutas, proxenetas judíos...
También aumentaba el número de los SS de los KL: 1.700 en 1934, más de 12.000 en 1939. Tal cantidad no podía camuflarse entre los civiles: por ejemplo, en Dachau constituían el 20% de la población de la villa.
La dirección de la KL adornaba su existencia con la pretensión de educar a los reclusos, que realmente era una domesticación a base de hambre, hacinamiento, palizas y muerte. Los judíos eran capítulo aparte: sujetos a similar o, incluso, peor trato, no eran concentrados esperando una conversión, sino para forzarles a marcharse, cosa que hicieron unos 250.000 entre 1933 y 1938. Los que aún dudaban tuvieron el más atroz de los avisos el 9 de noviembre de 1938, la «Noche de los cristales rotos», en la que más de 30.000 judíos fueron detenidos o muertos, sus casas, sinagogas y comercios, incendiados. En los dos años siguientes, más de cien mil escaparon del Tercer Reich. Del medio millón largo que vivía en Alemania cuando Hitler llegó al poder, el 70% emigró, aún a costa de perder casi todo. Un éxito de los campos: se cumplía el objetivo hitleriano de eliminar a los judíos de Alemania. La segunda fase, «la solución final» fue tramada en la conferencia de Wansee, en enero de 1942.
La guerra lo cambia todo
La Segunda Guerra Mundial cambió los modelos, los parámetros y las ideas de los campos de concentración. Para recluir a checos, polacos, judíos, gitanos, testigos de Jehová, pacifistas, delincuentes etc. de las tierras ocupadas se abrieron nuevos campos, entre ellos el mayor de todos, Auschwitz, cerca de Cracovia, en el territorio polaco anexionado al Reich. Pero, a la vez, se fundaron unas instalaciones formalmente parecidas pero diferentes por su finalidad: los campos de exterminio, concebidos para eliminar a todos los conceptuados como enemigos políticos o escoria que debía desaparecer del paraíso nazi: judíos, rusos, polacos, serbios, además de todos los antisociales y delincuentes. Hubo centenares en los territorios ocupados, sobre todo en Polonia, Croacia, Ucrania y países bálticos, distinguiéndose por su vesania asesina: Treblinka (870.000 muertos), Jasenovac (600.000), Belzec (434.000), Sobibor (200.000) Varsovia (200.000), Chelmno (153.000), Majdanec (80.000).
El caso de Auschwitz es diferente, fue inicialmente un campo de concentración, pero rápidamente se le añadió uno de exterminio, Birkenau. El conjunto constituyó el centro más mortífero de los organizados por Himmler, con más de 1.1000.000 víctimas.
En este periodo se vio la eficacia asesina nazi: más de cinco millones de muertos; también, su rapiña: explotaron a sus víctimas hasta la muerte como esclavos; médicos asesinos les utilizaron en experimentos tan inhumanos como inútiles; les robaron sus pertenencias: dinero, joyas, ropa, maletas... Sólo en Auschwitz existían 35 almacenes para clasificar, limpiar, reparar y planchar la ropa que se les arrebató al llegar al campo: pese a los envíos ya realizados y a las destrucciones realizadas por las SS antes de escapar, los rusos hallaron 350.000 trajes de hombre y 836.000 conjuntos femeninos y 60.000 pares de calzado prestos para salir hacia Alemania.
Fracaso económico
A las fábricas de correajes y cartucheras fueron a parar millones de maletas de cuero; la fábrica de fieltro Alex Zinc compró, sólo en Auschwitz, 60.000 kilos de cabello humano y había otros 7.000 kilos esperando transporte. Diversas empresas de joyería compraros miles de kilos de oro, plata, joyas y relojes de calidad, sin poderse contar lo que sustrajeron jefes de campo, médicos y guardianes. Y hasta la grasa de los muertos, utilizada como combustible y en la fabricación de jabón o sus cenizas, que contaminaron o fertilizaron los campos de coles y patatas. Y ahí termina la magnífica industria de Himmler y las SS. Fracasaron como gestores y empresarios: trataron de fabricar ladrillos por decenas de millones y la empresa quebró; planificaron utilizar a 200.000 prisioneros rusos para trabajar en sus industrias y los mataron de hambre y frío, pues la famosa planificación ni les dio abrigo ni alimento. Intentó competir con Speer en la fabricación de armas y fracasó. Al final, su único éxito fue ceder a decenas de millares de prisioneros a empresas civiles para que fueran ellas quienes los explotaran: la IG Farben en la obtención de combustible sintético, Krupp, en la fabricación de armamento, Heinkel, BMW, VW en la construcción de aviones y motores, AFA, en la de baterías...
Hasta que terminó todo. El primero de abril de 1945, el prisionero del Bergen Belsen (30/50.000 muertos), Aben Herzberg, escribió en su diario secreto: «Ya no pasan revista ni tampoco hay trabajo. Ya sólo queda la muerte». Tres semanas antes habían muerto allí de tifus y disentería Margot y Ana Frank.
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