Japón
Las bases militares de Estados Unidos que dividen a los japoneses
El sentimiento antiamericano aumenta en Okinawa mientras en el resto del país consideran vital la protección exterior ante la amenaza de Corea del Norte y el expansionismo de China.
El sentimiento antiamericano aumenta en Okinawa mientras en el resto del país consideran vital la protección exterior ante la amenaza de Corea del Norte y el expansionismo de China.
Okinawa es conocida como la «Piedra angular del Pacífico» por su posición estratégica. Un enclave que ha sido fundamental para Estados Unidos en guerras como la de Vietnam, Corea e Irak y que ahora, con la amenaza de Corea del Norte y el expansionismo de China en el Mar Oriental, se ha convertido casi en cuestión de supervivencia especialmente para Japón. Desde que tras la II Guerra Mundial el Pentágono asentó sus bases en esta isla de poco más de 1.200 kilómetros cuadrados e impuso la Constitución pacifista a un país que hasta entonces había cometido innumerables atrocidades, la relación entre Tokio y Washington ha sido de dependencia absoluta. Los primeros por la necesidad de protección y los segundos, como sede territorial de sus mandos militares en la región. Sin embargo, la población japonesa quedó a un lado de estas negociaciones político-castrenses y, setenta años después, se debaten entre la necesidad de seguir bajo la tutela militar norteamericana y los deseos de huir de una isla «tomada» por EE UU.
Okinawa acoge 32 de las 130 bases norteamericanas frente a tan sólo una en manos del Ejército japonés (Fuerzas de Autodefensa). Muchas de ellas están en pleno centro de ciudades y han provocado más de un quebradero de cabeza al primer ministro, Shinzo Abe, que recientemente tuvo que involucrarse en primera persona en las elecciones locales de Naga, convertidas en un plebiscito sobre la reubicación de la polémica base Futenma.
«Los ciudadanos están hartos de los constantes incidentes y accidentes que ocurren en los lugares donde hay bases estadounidenses. Esto ha provocado un sentimiento muy antiamericano en Okinawa, sobre todo por parte de los jóvenes. Entienden la importancia de Estados Unidos en su defensa, pero no quieren las bases, las ven como centrales nucleares. Lo ocurrido en las elecciones de Nago, ciudad en la que se reubicará el aeródromo de Futenma, ha sido algo muy significativo. Lo cierto es que la base no podía quedarse en el lugar en el que estaba hasta ahora, ya que han ocurrido cosas terribles como por ejemplo la caída de una puerta de un helicóptero en el patio de un colegio», explica el profesor Shin Kawashima, de la Universidad de Tokio.
Esta batalla la ganó Shinzo Abe: la base será recolocada. Pero los japoneses están lejos de permanecer callados, ya que esta situación se repite en cada uno de los territorios «invadidos» de Okinawa. Uno de los más significativos es Kadena, donde se encuentra la base aérea estadounidense más grande de Japón. El complejo ocupa 2.000 hectáreas que acoge una pista de 3.700 metros, un centenar de hangares y, aproximadamente, 4.000 viviendas en las que residen los 18.000 militares y sus familias desplazadas a la zona. La base supone el 82% del territorio de Kadena, ubicada en el corazón de Okinawa, y el 18% restante es lo que queda para los 14.000 japoneses. «La convivencia es buena, pero sí existen ciertos problemas que tratamos de resolver, por ejemplo los ruidos. Se producen entre 4.000 y 5.000 despegues y aterrizajes al mes, la situación es complicada, pero se han instalado dobles ventanas para reducir estas molestias y se está mejorando», apunta Tarsuiya Kudawa, responsable de la Oficina de Defensa de Okinawa, desde donde se observa la enorme superficie de la base de Kadena.
Un optimismo que no se corresponde con lo que opinan a pie de calle. A pocos metros de este «fuerte» está la tienda de tatamis Mat Store que regenta Chibana Hisaaki, un lugareño de 64 años que se ha acostumbrado a lidiar con ruidos ensordecedores y los malos modos de algunos militares de EE UU». Llevamos tapones puestos prácticamente todo el día. Si no cerramos la puerta cuando despega un avión, no podemos oírnos, los cristales tiemblan... Incluso algunas personas ya usan aparatos para la audición por los efectos negativos del ruido», explica a LA RAZÓN el dependiente. Su esposa, que sale de la tienda en cuanto observa a su marido hablar con este diario, no oculta su enfado. «Nos gustaría irnos de aquí. Llevamos toda la vida con estos ruidos y no podemos más, pero no tenemos dinero para mudarnos. Si lo tuviera, no lo dudaría», asegura.
Pese a que en 1996 las autoridades de Tokio y Washington acordaron que no podría haber vuelos entre las 22:00 y las 7:00 horas, lo cierto es que con bastante frecuencia se lo saltan. Además, el matrimonio teme que el hecho de vivir en la ciudad en la que está la base de EE UU más grande de Japón les exponga como objetivos de ataques de Corea Norte o, incluso, de China. «Dicen que los soldados están aquí para protegernos, pero la verdad es que, si nos atacaran, ellos serían los primeros en salir corriendo», dice Hisaaki, que recuerda cuando en 1968, en la Guerra de Vietnam, un avión les cayó encima cuando apenas tenía 15 años.
Al ruido se suman otros «incidentes» como indican desde la Oficina de Defensa. Esto se traduce en delitos, accidentes de trafico, violencia, robos y elevado consumo de alcohol por parte de algunos militares que provoca peleas. «La semana pasada un militar borracho pegó a un empleado de un hotel», confiesa Kudawa. Pero frente a los críticos, hay otros que lo ven con mejores ojos por los beneficios económicos que les reportan las instalaciones. En primer lugar, porque da empleo a 2.700 japoneses que trabajan como administrativos o mecánicos en la base. En segundo lugar porque el terreno sobre el que está la instalación militar pertenece a los vecinos de Kadena, los cuales reciben un alquiler anual de unos 219 millones de euros que se reparte entre los, aproximadamente, 12.000 ciudadanos de esta ciudad que son propietarios de la tierra, lo que se traduce en unos 18.000 euros por persona al año. Según varios estudios, el impacto económico es de unos 700 millones de dólares anuales, un dato que Hisaaki ignora. Él llega justo a fin de mes y asume con paciencia que lo que le queda de vida tendrá que seguir lidiando con la incómoda convivencia de los aviones estadounidenses.
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