España
«Los policías turcos me negaron la medicación mientras oía los gritos del resto de detenidos hacinados»
La colaboradora de LA RAZÓN en Turquía describe cómo vivió el arresto antes de ser deportada a España. Fue obligada a quitarse la cruz del cuello, privada de comida –tan sólo le dieron un vaso de agua– y le prohibieron contactar con la embajada
La colaboradora de LA RAZÓN en Turquía describe cómo vivió el arresto antes de ser deportada a España. Fue obligada a quitarse la cruz del cuello, privada de comida –tan sólo le dieron un vaso de agua– y le prohibieron contactar con la embajada
Eran las 9:00 de la mañana del día 6 de agosto. La Policía antiterrorista turca se presentó en mi domicilio: «Tiene que venir con nosotros. Vamos a deportarla». Salí con lo puesto y sin mediar palabra. Sin mis pertenencias y sin ninguna notificación oficial fui trasladada a un pabellón deportivo que hacía las veces de cárcel del terror. En los pasillos de un lúgubre sótano, por el que se oían los sollozos y gritos de los arrestados, comenzó el interrogatorio que duraría más de 10 horas y en el que me obligaron a que me quitara la cruz que llevaba en el cuello. Cuestiones como mi confesión religiosa o mis intereses políticos inquietaban a los agentes, que previamente me habían investigado. Ya habían entrado un día antes en mi domicilio sin orden de registro. Algo que ocurre a menudo tras la declaración del estado de emergencia tras el fallido golpe de Estado del 15 de julio.
Abordé las preguntas sin recibir ningún tipo de asistencia. Sin embargo, pese a todo, los policías lo tenían claro y así lo redactaron: «Sin cargos», pero con una orden de expulsión, así me hicieron constar que quedaba mi expediente, del que no obtuve copia. Con el paso de las horas, y devorada por la incertidumbre me percaté: «No» comenzaba a ser la respuesta más frecuente. «No vas a llamar a un abogado y no vas a llamar a la embajada española», me repetían los policías de la Unidad Anterrorista. También se me negó el acceso a mi medicación, lo que me provocó una grave crisis asmática durante la que no recibí ningún tipo de asistencia. Los agentes de inmigración no querían problemas y así me lo hicieron llegar. Y es que, durante todo este periplo visité diferentes instalaciones. Pero cuando desde la oficina de inmigración fui de nuevo trasladada al pabellón deportivo, todos los problemas parecieron disiparse en mi mente, ya que una enfermera me administró un tranquilizante: «Y ahora cállate» , se dirigió hacia mí uno de los agentes, el peor.
Durante 36 horas permanecí incomunicada y sin acceso a alimentos más allá de las galletas que algún policía decidió compartir de forma voluntaria conmigo. Pero yo era afortunada, al menos disponía de agua. Mis compañeros turcos, ancianos muchos de ellos, y mujeres acompañadas en algunas ocasiones de sus hijos, no disfrutaban de mis mismos «lujos». Fue en el tercero de los centros de detención al que me trasladaron donde pasé la noche. Ellos, los turcos detenidos, tirados en el suelo de una habitación –eran 25 personas– y yo, en una butaca sentada, junto a dos policías que me custodiaban. Fue en esa instalación, otra improvisada prisión, donde me tomaron las huellas y fotografiaron pese a que los agentes me insistían: «No hay cargos. Podrás volver en un mes. Es un procedimiento». Pero mi deportación estaba al llegar. Dos agentes de inmigración me coaccionaron para firmar un documento, del que tampoco obtuve copia y en el que alegaba que «salía voluntariamente del país por considerarme un peligro para Turquía».
Llegó el alba y se precipitó mi odisea a Estambul. Volví a solicitar los motivos de mi detención, y la orden de expulsión. No obtuve respuesta. Como tampoco la he obtenido hasta ahora por parte de ninguna autoridad competente. Esperé mi equipaje, que nunca llegó y sin más opciones, fui trasladada al aeropuerto Atatürk de Estambul. Durante el viaje en coche, que compartía con cuatro policías, pocas fueron las palabras que cruzamos. Intenté recordar cómo había sido mi vida hasta ahora: absolutamente normal. En la Universidad de Ankara, polémica por sus ideas progresistas hasta la noche de la asonada, jamás había tenido ningún problema. Mi relación con mis compañeros, académicos, era excelente y siempre me mantuve alejada de la política. Tan solo discrepaba con mis vecinos, a quienes el hecho de que fuera europea, cristiana y para más inri mujer, les sacaba de quicio.
Sin ningún documento al que agarrarme, y sin un sello en mi pasaporte. Así fui expulsada de Turquía. Todo fue irregular. Y a un paso de lo que yo consideraba la libertad, recuerdo con especial cariño a la azafata de Turkish Airlines, quien en ese momento tuvo el arrojo de enfrentarse a los agentes que me custodiaban: «No van a entrar al avión. Ya es suficiente. Hasta la puerta de embarque han llegado». Esa mujer me concedió a través de sus palabras los 10 segundos necesarios para hacer una llamada durante mi recorrido por la pasarela que conduce al interior de la aeronave: «Estoy bien, ya estoy a salvo» y esperando hallar una explicación coherente en mi mente aterricé en Madrid.
En mi empeño por recuperar mi vida, manifesté mi voluntad de regresar al país, donde tan sólo me aguardaban dos asignaturas para acabar mi doctorado. Mientras espero una respuesta por parte de la Embajada turca, que como mi documentación, nunca llega –ni a mi ni a las autoridades españolas–, el rectorado de la Universidad de Ankara ha decidido suspender mi programa. Dicha información, jamás se me ha notificado, como tampoco sus razones y por este proceso pelearé en la Corte Administrativa de Ankara. Ha sido a través de un medio de comunicación turco que he podido ser consciente de mi actual situación administrativa en la universidad, algo inaceptable en un país que celebra el triunfo de la democracia. La purga ha llegado hasta España.
Sin embargo, Turquía nunca fue tan cruel. Cuando en 2014 llegué al país anatolio aún se escuchaba el eco de las voces de los manifestantes en el parque de Gezi, situado en el corazón de Estambul. Un año antes, miles de jóvenes, seculares, se hicieron con el control de las calles a favor de la democracia, y acusaron al presidente, Recep Tayyip Erdogan, de dilapidar la herencia de Atatürk, de ser un líder radical, absolutista y corrupto. Sin embargo, tras reválida electoral de pasado mes de noviembre que dio por vencedor al islamista Partido para la Justicia y el Desarrollo (AKP), la situación tornó muy diferente.
Ahora son los piadosos y oprimidos quienes se han hecho con el control de las grandes avenidas y quienes con su dedo índice, el mismo que señala al cielo desde donde alá observa a su hijo pródigo, Erdogan, dirigen la purga contra los opositores. Los «traidores» de la patria turca ya son muchos: kemalistas, kurdos, gülenistas, y ahora también, académicos y periodistas occidentales. Precisamente es a uno de estos colectivos, el del clérigo Fetullah Gülen, antaño aliado de Erdogan y hoy enemigo número uno del Gobierno, a quien se acusa de orquestar, desde el exilio, el fallido golpe de Estado que el pasado 15 de julio provocó el «shock» de la nación turca. Al vuelo de los F-16 y el estruendo de las bombas le siguió la limpieza en las instituciones públicas: más de 60.000 empleados han sido destinados al ostracismo, sin posibilidad de recuperar sus trabajos y tampoco sus vidas.
Tan sólo habían pasado dos días desde que los islamistas, al grito de «Alá es Grande», vencieran a los militares en la noche de la asonada y los renovados soldados del islam, el otro 50% de la sociedad turca, los conservadores y nacionalistas, se hicieron con el control de las calles. Es el poder de Erdogan. La única persona capaz de convocar a medio país por FaceTime para frenar a los tanques y lograrlo. Esta vez sin emplear puño de hierro contra los manifestantes.
Los derechos constitucionales han sido suspendidos. También la Convención Europea de los Derechos Humanos. Las garantías sociales desaparecieron, incluso para los extranjeros y el Estado de emergencia dio paso a un estado de caos. Los funcionarios cayeron presos del miedo y se negaban a solicitar explicaciones a sus superiores. Cuando el pasado 20 de julio la oficina del primer ministro, de quien depende mi proyecto de investigación, canceló mi beca, nadie pudo ni supo darme ninguna explicación. Tampoco la pidieron. Estaban sumidos en el miedo. Los profesores universitarios comenzaron a ser cesados o trasladados y la relativa calma en la que hasta ahora habíamos vivido se esfumó.
La deriva islamista y autoritaria, los numerosos atentados terroristas, que con tremenda violencia habían golpeado durante 2015 y 2016 el corazón de los anatolios, y la asonada militar, cambiaron el día a día del país eurasiático. «Cubre tu cabello, cierra las cortinas», me increparon mis vecinas. La paz del barrio de clase media en el que residía y en el que hasta ahora habían convivido sunníes y minorías (laicos, alevíes, chiíes, cristianos) desapareció. Los seguidores del presidente tomaron el control. En Turquía ya no quedan apenas voces que se opongan a Erdogan.
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