Inmigración

Los traficantes imponen la ley del terror en la última frontera

Una joven familia de origen árabe descansa ayer en un parque del Belgrado a la espera de poder coger uno de los trenes que le llevará al norte
Una joven familia de origen árabe descansa ayer en un parque del Belgrado a la espera de poder coger uno de los trenes que le llevará al nortelarazon

Las mafias amedrentan a los vecinos de Szeged, en Hungría, para que no les denuncien a la Policía.

El goteo de refugiados que cruza las vías férreas cerca del paso fronterizo de Horgos desde Serbia es incesante, pero las sucesivas oleadas de refugiados intentando alcanzar territorio Schengen con la esperanza de llegar a países como Alemania o el Reino Unido ha hecho florecer el negocio de contrabando de seres humanos.

Son muchos a ambos lados de la frontera los que se prestan a transportar a los refugiados hasta Budapest una vez que han cruzado la frontera húngara. La gasolinera cercana a la localidad de Roszhe se ha convertido en un ajetreado punto de encuentro para estos contrabandistas de personas. Las colas en la frontera de entrada a Hungría desde Serbia son extremadamente largas debido a los constantes chequeos de vehículos para evitar dramas como el del «caminón del horror» en Austria en el que murieron asfixiados 71 inmigrantes, parte de ellos, procedentes de Siria.

El contrabando de seres humanos en Szeged se ha vuelto un negocio a la vista de todos, incluso de los policías húngaros, que toman café mesa con mesa con los traficantes sin inmutarse. Ena es una estudiante de Biología que realiza a diario el viaje entre Szeged donde estudia y su pueblo Roszhe, última localidad húngara antes de la frontera con Serbia. Comenta que algunos vecinos han sido amedrentados por los contrabandistas para que no les denuncien. Es algo que les atemoriza, y que delincuentes a ambos lados de la frontera –tanto serbios como húngaros– vienen llevando a cabo desde que empezaron a llegar los primeros refugiados. La mayoría son coches familiares donde por seguridad deben ir como máximo cinco personas incluido el conductor, pero donde siempre intentan hacinarse, llevando incluso a bebés y niños en brazos con el fin de no separar a la familia.

Las actividades ilegales de estos contrabandistas no sólo se suceden al amparo de la noche, sino que se producen a plena luz del día siempre que surge la oportunidad de llevar a refugiados, a precios elevados, a destinos inciertos. De Serbia a Austria son 5.000 euros, por ejemplo. Las organizaciones de voluntarios que colaboran con la Policía para suplir las necesidades que las autoridades húngaras no pueden proveer, denuncian que no sólo el precio que cobran es excesivo sino que muchas veces les prometen destinos que nunca se cumplen. En la estación de trenes de Szeged los taxitas esperan a los grupos de refugiados que se encaminan a tomar un tren dirección a los campos de refugiados cerca de Budapest. Una tarifa a un ciudadano local puede costar unos 20.000 florines, unos 70 euros al cambio, mientras que las familias de refugiados deben pagar 300 euros por persona.

Los días son extremadamente calurosos y la oscuridad es más propicia para evitar a las Fuerzas de Seguridad que vigilan que todos los refugiados sean reagrupados por las autoridades. Una vez llegados a Serbia, la Policía les indica que sigan las vías del tren por donde no hay alambrada, donde encontrarán a las autoridades magiares. Éstas los reagruparán en un descampado cercano antes de llevarlos al campo de refugiados habilitado a las afueras de Roszhe, donde a su vez se les registrará y destinará a otros campos ya hacinados cerca de Budapest.

Las expresiones de miedo o alegría se suceden dependiendo de la historia que cada uno tenga detrás. Muchos dicen ser de Siria porque corre el rumor de que Alemania acogerá todo aquel que escape del conflicto de Oriente Medio. Muchos han sufrido malos tratos por parte de la Policía de otros países y no esperan nada mejor que lo ya vivido. Los heridos caminan por las vías igual que cualquier otro: un refugiado de Mosul caminó más de tres kilómetros desde la frontera de Serbia por las vías del tren con una pierna herida por un bombardeo. Los padres de familia cargan con las bolsas que pueden y con sus hijos, vigilantes de que no se pierdan en la oscuridad de los campos húngaros.

Algunos aprovechan los puntos ciegos de una alambrada, que está demostrando ser poco efectiva, y otros deciden entregarse a las autoridades siguiendo las vías del tren. Los registros son inciertos y hay noches que se reciben oleadas de miles y otras de sólo unos cientos. La Policía les ofrece agua y un pequeño bocadillo al llegar. Las organizaciones civiles colaboran con los cuidados médicos y responsables de Naciones Unidas supervisan de vez en cuando la situación en la zona. Nadie sabe con certeza cómo se sucederán las siguientes semanas ni hay previsiones exactas de cuántos refugiados llegarán.