Derechos Humanos
No hay perdón en el «paraíso» norcoreano
El joven Otto Warmbier llegó al país como turista y sólo regresó a su casa en Ohio trece meses después, en estado de coma
De algunos países vuelves moreno, o con saudade. De otros, en cambio, puede que no regreses. Que acabes encerrado en un gulag. Que cuando vuelvas estés en estado vegetativo. Le sucedió a Otto Warmbier, veintidós años, natural de Cincinnatti (Ohio). Viajó a Corea del Norte, animado por la publicidad de una agencia China, la Young Pioneer Tours, que prometía emociones fuertes. Las encontró, claro. Acusado de robar un póster en el hotel Yanggakdo International, de Pyongyang, con la efigie del padrecito Kim Jong-il, hijo y nieto de psicópatas, fue condenado a 15 años de trabajos forzados. Lo acusaron de realizar un «acto hostil contra el Estado».
Liberado un año más tarde por motivos humanitarios, carne de canje diplomático y propaganda al servicio del régimen norcoreano, Warmbier sufre graves daños cerebrales, posiblemente irreversibles, y se encuentra en coma. Las autoridades norcoreanas sostienen que el joven sufrió un ataque de botulismo y, para colmo, ingirió una misteriosa pastilla. Los médicos estadounidenses que le han examinado, encabezados por el doctor Daniel Kanter, director del Programa de Cuidado Neuronal de Cincinnatti, aclaró en rueda de prensa que no hay señales del supuesto botulismo. Su estado responde, más bien, a una parada cardiorrespiratoria, que habría estrangulado el flujo de oxígeno al cerebro, con la consecuente muerte de tejidos. Los galenos tampoco han encontrado secuelas de haber sufrido violencia física. Habrá que esperar para saber si en las próximas semanas son capaces de afinar más con las causas de un coma que mantiene en vilo a la opinión pública estadounidense.
Warmbier pasó buena parte de su cautiverio en estado vegetativo. Otra cosa es que la noticia no trascendiera hasta que fructificaron las gestiones de la diplomacia estadounidense. La administración Trump, que dio la noticia por boca de su secretario de Estado, Rex Tillerson, presume con razón de un éxito que Obama fue incapaz de lograr. Cuando al padre de Warmbier, Fred, le preguntaron en rueda de prensa si creía que el anterior presidente podría haber peleado más por la liberación de su hijo, respondió que «los hechos hablan por sí mismos». El viernes por la noche habló por teléfono con Donald Trump y definió la conversación como «cortés». Contrasta vivamente la empatía demostrada por el nuevo Gobierno con el secretismo que mantuvo al respecto la Casa Blanca de Obama. Según los padres de Warmbier, una y otra vez les pidieron que mantuviera un perfil discreto. Es decir, que se abstuvieran de realizar declaraciones y/o alentar una campaña de concienciación pública. Hartos de esperar, decidieron pasar a la acción y encontraron la comprensión de un Gobierno que, con la liberación de Warmbier, alcanza una de sus primeras victorias diplomáticas.
La pregunta, aunque posiblemente ya importe poco, es qué motivó a un estudiante universitario a afrontar un viaje de destino tan incierto. Para su progenitor, que durante la comparecencia ante la prensa vistió la misma americana que lució Otto durante la pantomima de su juicio, el muchacho era dueño de un espíritu «aventurero». También se declaró «orgulloso» de la inquietud intelectual y la curiosidad del joven, para aclarar poco más tarde que al menos a partir de ahora dispondrá de los mejores cuidados médicos.
Desde luego que hay que ser audaz para adentrarte en un país que, según el último informe de Amnistía Internacional, mantiene a cerca de «120.000 personas en los cuatro campos de concentración políticos conocidos, donde fueron objeto de violaciones sistemáticas, generalizadas y graves de los derechos humanos, desde trabajos forzosos a tortura». Muchos de los detenidos, añadía el memorándum de AI, «no han sido condenados por ningún delito internacionalmente reconocido». ¿Su pecado? Estar relacionados «con individuos considerados amenazantes para el Estado». Cabe recordar que en Corea del Norte es habitual castigar brutalmente a las familias de los presos políticos, de los abuelos a los nietos. En un informe publicado por Naciones Unidas en 2014, se detallaban «las atrocidades que se cometen contra los reclusos de los campos de prisioneros políticos», a los que compara con «los horrores de los campos de los Estados totalitarios del siglo XX». Fred se ha declarado «horrorizado» por el brutal tratamiento que recibió su hijo. En la retina, la obscena comparecencia en Pyongyang: un chico aterrorizado suplica clemencia y culpa a EE UU de alentar sus actividades «subversivas». Trece meses más tarde, regresó del «paraíso de los trabajadores» en coma.
Ahora que convoquen en la televisión a Alejandro Cao de Benós, el niño aficionado a los fenómenos paranormales que creció para ser portavoz de un genocida, que lo llamen y lo explique. O el payaso de Dennis Rodman, que regresa a Corea para reír los chistes de un genocida.
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