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No hay refugio para los rohingyas
La presidenta birmana «de facto» y Nobel de la Paz San Suu Kyi ha roto hoy su silencio para justificar la limpieza étnica que ha obligado a huir a 400.000 musulmanes a Bangladés.
La presidenta birmana «de facto» y Nobel de la Paz San Suu Kyi ha roto hoy su silencio para justificar la limpieza étnica que ha obligado a huir a 400.000 musulmanes a Bangladés.
La líder 'de facto' de Birmania, Aung San Suu Kyi, ha afirmado este martes que no teme "hacer frente al escrutinio internacional"sobre la gestión de su Gobierno de la crisis en el estado de Rajine, en medio de las denuncias sobre graves violaciones de los Derechos Humanos contra la minoría rohingya.
En su primer discurso nacional sobre la violencia desencadenada en Rajine tras los ataques del 25 de agosto de milicianos rohingya contra varios puestos de seguridad y la operación militar lanzada después, Suu Kyi ha asegurado que la mayoría de los musulmanes no han huido y que la violencia ha terminado.
"Condenamos todas las violaciones de los Derechos Humanos y la violencia ilegal. Estamos comprometidos con la restauración de la paz, la estabilidad y el Estado de derecho en el estado", ha dicho, según ha informado la cadena de televisión británica BBC.
Suu Kyi, quien no se ha referido sobre las acusaciones contra el Ejército, ha apuntado que "no ha habido enfrentamientos armados ni operaciones militares desde el 5 de septiembre".
La líder 'de facto' del país ha sostenido además que ha decidido pronunciar su discurso debido a que no podrá acudir esta semana a la Asamblea General de Naciones Unidas, asegurando a la comunidad internacional que su Gobierno hace todo lo posible para hacer frente a la situación.
Las imágenes hablan por sí solas. Escuálidos padres cargando a sus vástagos en brazos mientras atraviesan ríos con el agua por encima de la cintura, cientos de personas hacinadas con sus brazos extendidos en torno a un puesto que reparte cupones de comida o bebés con la piel calcinada en brazos de sus madres mirando fijamente a cámara. Como estas, un sinfín de estampas desoladoras están dando la vuelta al mundo retratando la tragedia que está viviendo el pueblo rohingya en Birmania mientras la comunidad internacional hace muy poco por remediarla.
La limpieza étnica ya se ha cobrado 1.000 vidas y ha obligado a 400.000 personas a huir de sus hogares a base de asediar aldeas, disparar contra la población e incendiar sus hogares. Acusaciones que tanto la ONU como las organizaciones internacionales y, especialmente, las víctimas han denunciado, pese a la insistencia de las autoridades birmanas de que tan solo se están ocupando de la seguridad en el estado de Rakhine, donde afirman que hay gente incitando a los disturbios y rumores de que habrá nuevos atentados terroristas.
Ni la presión de otros Premios Nobel de la Paz, que han instado a la líder birmana a pronunciarse y parar la masacre, ni los llamamientos de António Guterres, Secretario general de la ONU, y de otros países para suspender toda acción militar, poner fin a la violencia y reconocer el derecho al retorno de aquellos que se han visto obligados a abandonar el país, han servido para que Suu Kyi haya mostrado algo de compasión.
Calificada como una limpieza étnica “de manual” por el alto comisionado de Derechos Humanos de la ONU, Zeid Raad al Hussein, la crisis humanitaria que vive la etnia rohingya en Birmania desde finales de agosto avanza a marchas forzadas. Amnistía Internacional
(AI) ha denunciado que en tan solo tres semanas han huido a Bangladés más personas rohingyas que el total de refugiados que huyeron por mar a Europa en 2016. Y con el agravante de que 230.000 -el 60% de los huidos- son niños vulnerables a sufrir todo tipo de abusos.
Los rohingya, una minoría musulmana que habita en Birmania desde hace varias generaciones, han sufrido una persecución religiosa durante décadas por parte de la mayoría budista del país. Hartos de los abusos, en octubre del año pasado se creó un grupo armado, el Ejército Rohingya de Salvación Nacional (ERSN, antes conocido como Harakah al Yaqin ), un movimiento al que el Gobierno no tardó en hacer frente. En los cuatro meses que siguieron a su creación, el ejército de Myanmar -conocido como el Tatmadaw- y la policía mataron a cientos de ellos, violaron a mujeres y niñas y obligaron a casi 90.000 rohingyas a abandonar sus hogares.
Sin embargo, fue el pasado 25 de agosto cuando prendió la mecha de la actual situación. Aquel día, el ERSN atacó una treintena de puestos fronterizos desencadenando una ofensiva de las huestes birmanas que se cobró la vida de más de 90 personas, unos 80 hombres armados y 12 uniformados. Desde entonces y según estimaciones de la ONU, el conflicto ha ido en aumento y a día de hoy 20.000 personas huyen diariamente de la violencia del ejército, lo que supone que casi un tercio de la población total, que no pasa de 1.1 millones, haya abandonado el país hacia Bangladés.
"Los soldados usaron granadas y prendieron fuego a las casas con fósforos. Una vez que habían pasado, volví. Todas las casas estaban calcinadas”, relató Petam Ali, un joven de 30 años, al diario The Guardian. Este distribuidor de arroz, conocedor de que el ejército se acercaba, se escondió con su familia al otro lado del río antes de que los militares llegaran. Desde esa posición, solo le quedó lamentarse. Primero, vio cómo sus casas ardían y, después, cuando los uniformados se habían marchado, le tocó encontrarse con el cadáver decapitado de su abuela de 75 años, Rukeya Banu, en lo que quedaba de su casa. A partir de ahí comenzó junto al resto de su familia una travesía de tres días para abandonar el país.
Como Petam, los testimonios de los supervivientes y refugiados se suceden y diversas organizaciones de ayuda internacionales que trabajan sobre el terreno los han corroborado. Los indicios más recientes publicados por AI apuntan a una campaña de tierra quemada a gran escala en el norte del estado de Rakhine, donde las fuerzas de seguridad birmanas están quemando pueblos rohingyas enteros y disparando indiscriminadamente a la gente que intenta huir, unos hechos que, según la organización, confirman que se están cometiendo crímenes de lesa humanidad con ataques sistemáticos y expulsión forzada de civiles.
Las imágenes por satélite publicadas muestran al menos 80 aldeas calcinadas y, en las fotos tomadas desde el lado bangladesí de la frontera, se pueden ver las columnas de humo extendiéndose hacia el cielo y arrasando con todo aquello que en su huida los rohingya dejan atrás, condenándoles a no poder volver a sus hogares. Ese parece ser el objetivo que persigue el gobierno birmano, el acabar con una minoría apátrida a la que acusa de terrorismo y de quemar sus propias casas y culpar a las autoridades, hechos suficientes para justificar la expulsión de toda la población musulmana de al menos 176 pueblos, como presumió recientemente el portavoz del Gobierno birmano, Zaw Htay.
La gran mayoría de los habitantes de esas aldeas han ido a parar a un sobrepasado Bangladés que, pese a anunciar la creación de 14.000 campamentos para los refugiados en los próximos diez días, ha destacado la imposibilidad de que los rohingya se instalen para siempre en su territorio. Tal es la crisis humanitaria que el domingo la organización Save the Children advirtió que los recién llegados pueden empezar a morir simplemente de hambre o ante la aparición de epidemias.
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