Unión Europea
¿Una nueva geometría de poder?
La UE tiene buenas razones para celebrar sus últimos 60 años –o al menos la mayor parte de ellos: ha promocionado la paz, la democracia, la cooperación entre sus miembros y ha creado el mercado único más grande del mundo. El proceso aparentemente unidireccional de crecimiento y profundización de la Unión, sin embargo, ha llegado a su fin con la salida de Reino Unido y el rechazo de políticas (por ejemplo, sobre inmigración) y directivas (por ejemplo, sobre disciplina fiscal) en varios estados miembros.
La Comisión acierta, por tanto, al describir el futuro de la integración de la UE en su Libro Blanco utilizando diversos escenarios como «Hacer menos pero de forma más eficiente» y «Los que desean hacer más, hacen más». El exceso de normativas al grito de «café para todos» ha provocado desafección en muchos ciudadanos de la UE. Ven sus vidas reguladas por una maquinaria política a la que no pueden pedir cuentas democráticamente. Los líderes políticos de los estados miembros y las instituciones de la UE han comenzado a percatarse de este problema. Por ello, las celebraciones de ayer en Roma y la declaración suscrita, a pesar del tono solemne, no se caracterizan por la exuberancia, sino por una sana dosis de realismo y pragmatismo.
Una parte importante de este pragmatismo estriba en reconocer que un modelo basado en «cada vez más integración» y «cada vez más estados miembros» siguiendo el patrón del «café para todos» no es ya la única –ni siquiera la más deseable– de las maneras de encarar el futuro. Se ha comentado ampliamente la posiblidad de una Europa de «múltiples velocidades» como el modelo preferido por los líderes de Alemania, Francia, Italia y España. Parece insinuarse que estos países están dispuestos a formar el grupo «de vanguardia» a la hora de poner en marcha más integración, especialmente en lo que tiene que ver con la gobernanza de la Eurozona. Pero aunque estos países puedan estar de acuerdo en que es necesaria mayor integración bajo la denominación de «unión fiscal» o «unión política», sus ideas de cómo materializarla distan considerablemente. Los franceses, los italianos y al menos la izquierda en España quieren un «gobierno económico», un concepto que incluye la mutualización de la deuda pública, mayor actividad fiscal del BCE, una agencia tributaria común para la UE o la zona euro, un presupuesto común para la eurozona, una prestación por desempleo común, y un fondo de reserva común para la seguridad social. Los alemanes (y también los holandeses y austriacos) odian estas ideas. Prefieren una «constitución económica» a un «gobierno económico». Ambas maneras de entender la «unión fiscal» pueden considerarse proyectos para un Estado Federal Europeo, pero proyectos muy diferentes entre sí: una economía intervencionista y planificada o un marco legal para una economía de mercado libre. Ambas propuestas requerirán cambios en los tratados de la UE que los estados miembros deberán aprobar por unanimidad. Pero es inconcebible que todos los 27 países de la UE (o incluso los 19 de la eurozona) logren el consenso para una de estas propuestas. Para bien o para mal, es poco probable que en las próximas décadas se materialicen pasos importanres hacia la materialización de unos «Estados Unidos de Europa».
En los campos que se salen del «núcleo» del proyecto europeo –mercado único, política comercial común, moneda común– puede y debe haber mayor flexibilidad. Sin embargo, una «Europa de dos velocidades» no es la manera más verosímil de encarar esta flexibilidad. Un modelo preferible podría ser el de una «geometría variable» donde diferentes –«los que quireran y puedan»– acuerdan integrarse en diferentes áreas. Europa estaría así a la altura de su lema: «¡Unida en la diversidad!».
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