La columna de Carla de la Lá
Requiem por 2020
Esta pandemia que ha matado a millares de personas, también se ha llevado lo más diferencial de nuestra cultura: la socialización.
Incluso si morir es parte del ciclo natural, además de un descanso y una necesidad, este año ha muerto demasiada gente y el resto, tampoco nos hemos ido de rositas. Estamos vivos sí, entre la cursilada de “algo ha muerto dentro de nosotros” y la simpleza del “nos hemos quedado agilipollados”. Y esa es nuestra realidad actual.
Según los cálculos de la Organización Mundial de la Salud, la vida bonita no se recuperará hasta 2022 (no quiero ni pensarlo, “Bástele a cada día su propia aflicción” Mateo 6:34) lo que es innegable es que en esta pandemia que ha matado a millares de personas, también se ha llevado por delante lo más diferencial de nuestra cultura (no sé cómo lo llevarán los suecos): la socialización.
Mañana es el Día de Todos los Santos y voy a dedicar esta columna a la muerte de 2020, y a lo que hemos tenido que decir adiós sin saber por qué. Yo, al menos, queridos lectores, no me acostumbro.
Aún me pasa, varias veces a la semana, salir a la calle y tener que volver corriendo porque he olvidado la mascarilla; subir rauda las escaleras, esperando no cruzarme con ningún vecino pesadito mientras me repito que he de guardar una en cada bolso y en cada bolsillo de cada abrigo (a pesar de haber pasado el virus). Es igual, se me olvidará. Entonces, ocurre lo de siempre, me pongo el tapabocas, salgo de nuevo, camino por la calle aturdida por la falta de aire y libertad en mis ensoñaciones escasamente estimulantes. Me libero de ellas, como quien da esquinazo a unas personas pesadas y adherentes (a veces la cabeza no es el lugar más confortante donde refugiarse), miro al frente... ¡Mindfulness! pero es peor, inmersa en una enloquecida distopia pandémica donde todos avanzamos como autómatas, sin mirarnos. No es de extrañar.
Este año hemos perdido muchas cosas ¿podremos recuperarlas?
Los rostros: Si la cara, como decía Cicerón, es el reflejo del alma, 2020 ha sido un año desalmado. Y ¡qué feas son las calles sin los rostros! Qué repelente panorámica nos ofrece la ciudad surcada por androides embozados…Yo ya ni me maquillo, ay… ¡cuánto me echo de menos, paseando pizpireta con mis labios rojos! Winston Churchill estaría muy de acuerdo con mis pesares porque durante la Segunda Guerra Mundial en el Reino Unido, donde estaba prohibida la producción de cosméticos, el Primer Ministro hizo una excepción sólo para el lápiz labial rojo. Lo llamaron el “efecto lápiz labial” porque su uso “elevaba la moral de la población” en tiempos de guerra, como los que vivimos.
La alegría: Pero qué frustrante e insulso es este apocalipsis para los de mi quinta (la de Juego de Tronos) que en nuestras pesadillas soñábamos con espadas flamígeras y escenarios de Mad Max… Sin embargo, nos ha tocado el apocalipsis del mercadona, del chándal, de netflix. Un apocalipsis tan melifluo y pedestre que no alcanzamos a comprender del todo, donde nuestra mayor heroicidad consiste en no comernos toda la caja de galletas o asearnos y mantener cierto decoro.
La estética: Porque ya ni vestimos, ¿teletrabajan ustedes? Yo llevo encerrada desde marzo con mi marido que también teletrabaja, desde entonces sin ponerse un traje (¡cómo me gustaba despedirlo cada mañana con su prosaica corbatita, envuelto en varoniles perfumes) … Pero parece que así nos vamos a quedar, en el atuendo casero que imagino que, a la industria de la moda, la está matando también. ¡Réquiem por ella, asimismo! Por las tardes, recojo a la pequeña del colegio, en zapatillas, cubierta por mis hábitos caseros que han sustituido a los vestidos gaseosos, vueludos y a los zapatitos multicolores. Casi no me reconoce. “Mamá, antes venías a recogerme como una reina”.
La vida relacional: Yo le digo que mis encantadores trajes descansan en el armario, y mis tacones, y mis preciosas botas y mulés, con mis pendientes, collares, azos, cintas, cinturones, sombreros… a la espera de que esto cambie, algún día. Pienso en mi ropero, que es Arte, y echando el recuerdo atrás me enternece la visión de la navidad pasada, y de las fiestas constantes, brindando por los felices años veinte, quemando la tarjeta en los regalos de Reyes, alternando, disfrutando sin parar…
La improvisación: e iría encantada a cualquier sitio ahora mismo, pero no voy; el miedo y la incertidumbre nos tienen paralizados en este día de la marmota continuo, luchando contra nuestra indisciplina y la de los demás, dentro de casa. Porque somos de una generación que creció en la falsa ilusión de control y en la paranoia del bienestar como derecho y no nos manejamos demasiado bien en la resignación ni en la renuncia.
La seguridad: Por primera vez nos encaramos con la incertidumbre, no sabemos qué pasará dentro de una semana, quince días, el coronavirus nos obliga a enfrentarnos psicológicamente con lo inesperado pero ¿existió la seguridad verdaderamente? Pobre generación mimada. Las generaciones mimadas son generaciones ingenuas. Jamás hemos controlado el mundo exterior (el tsunami de 2004 en el sudeste asiático fue algo más que una película emotiva), ni tampoco controlamos nuestro fuero interno, sin embargo, hemos crecido pensando que sabemos más de lo que sabemos. Y al comprobar de qué manera nos abraza el caos, a todos, estamos perplejos y alterados.
La amabilidad: Lo compruebo en la calle cada día, cuando bajo a mis perros (tampoco salgo a mucho más), la gente ha perdido la sonrisa bajo la mascarilla, muchos, la esperanza. Y al menos a mí me caen unas cuantas bronquitas, señalizaciones y llamadas de atención cada semana. ¡¡A dos metros!!, ¡¡Señora, el perro!!¡¡Súbase la mascarilla!!... La gente ya no da los buenos días, como si el coronavirus, la ropa deportiva, la pandemia y el no mostrar la cara justificaran la falta de educación.
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