Estados Unidos

Donald Trump manda callar a Melania

Donald Trump y su espectacular tercera esposa, Melania
Donald Trump y su espectacular tercera esposa, Melanialarazon

Un metro ochenta de esbelto chasis, labios para morirse, pómulos de pantera y atómicos retoques de silicona en el pecho encajan mal con el perfil recatado, casto, provinciano incluso, de las esposas de los aspirantes republicanos.

Melania Trump (Sevnica, Eslovenia, 1970) en una suite de tonos dorados. Melania frente al espejo. Melania anuncia que abandona la ciudad para viajar a su residencia estival. Melania, rumbo al Caribe, fotografía Central Park desde su jet privado. Melania, rumbo a Miami, fotografía Central Park desde su jet privado. Melania aerotransportada. Melania de ida y vuelta. Quién sabe si haciéndose la manicura u hojeando el «Vogue». Aterrizando, titula en una foto en la que posa en su jet privado como una reina de la morería. Melania va y viene a destinos de mucho lujo. Nunca olvida retratar Central Park para añadirle luego el macramé de los filtros. A veces Central Park luce verde. Otras, blanco. Melania, de vuelta de una gala benéfica. De un torneo de golf. Del combate en Las Vegas entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao. Melania se pone artista, arranca y, zas, fotografía una flor blanca. O un bodegón con bolso de cuero negro, de los de tres mil dólares, junto a un cappuccino. «Domingo blanquinegro», titula. Las fotografías no traicionan un apetito por la grandeza o el boato. No revelan a una insaciable coleccionista de estampas dignas de un rajá, aunque el gusto de la pareja por un barroco sección kitsch asoma la patita en unas imágenes que, si acaso, ocultan más que enseñan.

Así es el Twitter de Melania Trump, tercera y actual esposa de Donald Trump. Un viaje circular y lujoso por los corredores donde fluye el gran dinero. Una sucesión de techos versallescos, cenefas zaristas, zócalos rococós, jardines con palmeras, etc. Corrijo. Así era. Porque Melania, la dulce y solitaria Melania, la bella y misteriosa Melania, no añade fotos a su cuenta desde el pasado 4 de julio, día de la Independencia, fiesta nacional. Días antes, el 16 de junio, su esposo anunciaba oficialmente que se presenta a las primarias del partido republicano, de las que saldrá elegido el candidato que competirá por la Casa Blanca contra el aspirante demócrata, previsiblemente Hillary Clinton. Con el detallismo profesional inherente a los asesores, lo primero que debieron de aconsejarles era que congelaran la galería de Melania en internet. No borrar nada, que eso excitaría a los cazadores de pistas ocultas y secretos vergonzantes. Sólo abstenerse de introducir nuevas imágenes.

w Evocar a Neil young

Ah, qué pensará Melania de aquella mañana en la Torre Trump, en Manhattan. Donald alcanzó el estrado al ritmo de «Rockin’ in the free world», el cañonazo de Neil Young. Casi inmediatamente Neil respondió, abogados mediante, que sus canciones no se usan ni ensucian. No sin permiso. Qué importará. La multitud rugía y Donald no defraudó. Agitó su peluca rubia. Fustigó a los vagos, los envidiosos, los que babean cuando imaginan su fortuna. Dividió a la clase política entre los que valen, él, y el atajo de papanatas, memos, vendepatrias, cobardes, corruptos e imbéciles. O sea, el resto. Prometió restituir la grandeza de América. Un pasado imperial que sólo él, con los ojos en blanco y una conmovedora sonrisa de líder impertérrito, traerá de vuelta. Donald fue Barry Goldwater cruzado con Don King, el histriónico promotor de boxeo. Apenas necesitó minutos para hacer amigos: «EE UU se ha convertido en un vertedero para los problemas del resto. Cuando México nos envía gente, no está enviando a los mejores. No os envía a vosotros. Envía a gente con muchos problemas, y los problemas vienen con ellos. Traficantes. Criminales. Violadores. Y algunos, supongo, que son buena gente». Grandes aplausos.

Medio año después Melania mantiene su perfil bajo. De primera dama que rehusara serlo. Seis meses más tarde su marido concita frentes unánimes. En contra y a favor. Lidera las encuestas y colecciona artículos en los que brillantes analistas pronostican afilados que esta semana, sí. Esta semana en serio. De esta semana no pasa. Donald se estrella. Horas más tarde los medios publican la enésima encuesta y Donald pedalea cada vez más alto, más lejos de la competencia, más disparado hacia la candidatura y la previsible desintegración de un partido republicano que ya no sabe cómo atajar el crecimiento hipertrofiado del monstruo de la laguna. Pero Melania no está. No se prodiga. No pasea del brazo del césar que cerrará mezquitas, prohibirá la entrada de musulmanes a EE UU, levantará un muro digno de la dinastía Ming en la frontera con México, deportará en cuatro años a once millones de ilegales, crujirá el terrorismo islámico, meterá en cintura a los iranís y a los chinos, convencerá a Putin de que se deje de monerías en Siria y Ucrania y, de remate, será el presidente que más empleo genere de la historia.

De Melania sabemos que nació como Melanija Knavs en Eslovenia. Que tiene cuarenta y cinco años y es hija de un vendedor de coches y una modista (diseñadora de moda, reza la Wiki). Fue modelo. No de las que ganan decenas de millones al año, pero posó con el nombre artístico de Melania Knauss para «Harper’s Bazaar», «New York Magazine», «Vogue», «Elle», «Vanity Fair», etc. Conoció a Trump en 1998, durante de la Semana de la Moda de Nueva York. Contrajeron matrimonio en 2005. A la boda, celebrada en Palm Beach, asistieron famosos como Shaquille O’Neal y Heidi Klum. También los Clinton, Hillary y Bill. Años después, durante uno de los debates de 2015, Trump comentó que la pareja acudió porque, sencillamente, no había otra: su ambición les hizo requerir la ayuda económica del millonario y, a cambio, era obligado que asistieran al enlace entre la bella con anillo de diamantes y la andorga bronceada. Cuentan que Galliano, entonces cabeza de Dior, cosió un vestido valorado en cientos de miles de dólares. Que la novia cegaba de puro guapa en el retablo de las tres mil rosas con las que decoraron la tarda nupcial. Billy Joel cantó y tocó el piano. Según el «New York Times» poco después Melania le susurró a la estrella de la radio Howard Stern que las relaciones sexuales con Donald eran fabulosas. Lo hacían a diario. Varias veces al día. Donald engordó de puro jubiló y resopló como un sapo alfa. Siempre presumió de ser un amante proteico. El futuro emperador se lo hacía con la gata de ojos malvas y América suspiraba, embelesada. El tiburón de las constructoras era también un mago enardecido en los jergones. El rey de las alcobas, al decir de los tabloides de los años ochenta enloquecía a las marujas, que devoraban sus calientes movidas y sus picantes broncas con Ivana, su primera esposa, también modelo, también extranjera, en su caso checa. Tanto Ivana como Marla, la segunda, eran célebres por su lengua automática. Gozaban bajo el chaparrón de focos. Estaban enamoradas del colorín. Eran yonquis locuaces de las fiestas de la moda en el MET, del pasillo de flashes en la autopista roja de las galas, de los banquetes sociales y los cócteles bien publicitados en las portadas amarillistas. Melania, no. Melania no disfruta los escándalos ni reparte titulares ni alimenta el turbo de los cronistas rosas. Melania, que bien podría ejercer como el florero que decora el costado del plutócrata, caprichosa y joven, ha elegido el silencio como capullo protector y hace de la discreción emblema. Será también que junto a Trump nunca funcionaron las parejas que chisporroteaban frente a las cámaras. Con una supernova de ego inflado basta y sobra.