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Monica Lewinsky: la becaria entra en el santoral de los humillados

Monica Lewinsky: la becaria entra en el santoral de los humillados
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Más de 20 años del «caso Lewinsky». Lo recuerda la propia Monica en un artículo que arranca brillante, sigue robusto y remata entre oportunista y desconcertante. Una pieza publicada en la revista «Vanity Fair» que mantiene elucubrando al gentío. ¿Encaja Lewinsky en la retórica del #MeToo? ¿Puede considerarse una víctima? La pregunta es pertinente. Más en la inminencia de unos Oscar que vienen cargados. El artículo de Lewinsky comienza colorista. En el recoleto West Village. Una resplandeciente noche de blanca Navidad. Con su familia y a punto de cenar, luego de visitar el parque Gramercy, cuando de pronto reconoce en el restaurante al hombre que la atormentó, Kenneth Starr. Aquel ridículo fiscal especial (¡y tan especial!) empeñado en hacer de su «liaison» con Bill Clinton la justificación del «impeachment». «Éste era el hombre», escribe Lewinsky, «que convirtió mi vida con 24 años en un infierno en su afán por investigar y enjuiciar al presidente Clinton bajo cargos que con el tiempo incluirían la obstrucción de la justicia y la mentira bajo juramento».

En 1995 ella tenía 22 y su amante ocasional, presidente de EE UU, 49. Ella estaba soltera. Él, casado. Hablamos de la infidelidad más retumbante de la historia contemporánea. Era el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos, el de la sabiduría y la locura, etc. Libertinos según el criterio de los modernos inquisidores. Por mucho que gimotearan los evangelistas, parecía obvio que los políticos tenían derecho a la vida. A tener una. A cultivar según qué pasiones y hasta deslices. Siempre y cuando no vulnerasen el código penal ni, por supuesto, pusieran en peligro la seguridad del país en plan Salón Kitty. Starr había llegado al asunto gracias a que una compañera de trabajo de Monica, Linda Tripp, grabó a escondidas sus confidencias. Estas rebotaron hacia la fiscalía, que presionó a Lewinsky. Starr quería saberlo todo. Quería el pellejo del lúbrico Bill. Amenazaba con condenas draconianas. Convocó al FBI y colocó a Lewinsky y a Clinton frente al cadalso. El adulterio no parecía delito suficiente para destituir a nadie. Pero bien agitado, repetido y comentado en mil programas y artículos hasta soliviantar al público sí reforzaba la indignación causada por la (evidente) trola. Aquello no es lo que te imaginas, cariño. Aquella felación no fue sexo, ilustrísimas. Con cientos de millones en el papel que le correspondía a Hillary y solo a ella. Al final Clinton salvó el cuello. Lewinsky, aunque no lo cuenta, menos. Trató de enjuagar los costes legales mediante la publicación de unas memorias. Intentó resurgir como diseñadora de bolsos que autopromocionaba. Hizo publicidad para un producto adelgazante. Desapareció durante años para estudiar en Londres.

Pedir perdón

De vuelta al artículo, que tras narrar su encuentro con Starr y el dolor de recordar según qué traumas, viaja incómodo pero bien solventado. Elucubra sobre los devastadores efectos que su caso pudo tener sobre el ecosistema político tradicional, decantado hacia el cainismo. Hasta qué punto amplificó los recelos del votante respecto a la clase política. Sitúa el escándalo en el perímetro acotado por unas televisiones y unas radios que desteñirían la información al mezclar opiniones y datos, metáforas y cifras, declaraciones y adjetivos. Y se pregunta al fin si ella, que siempre sostuvo que la relación con Clinton fue consentida, podría recibir las bendiciones del #MeToo. Pide perdón por su comportamiento. Como si lo que hizo fuera cualquier cosa excepto un error, o un acierto, que competa a alguien más excepto a ella y a los Clinton. Pero los problemas crecen multiplicados cuando escribe que solo ahora y gracias al bravo ejemplo de otras mujeres comprende que «el camino que conducía hasta allí, hasta su relación con Clinton, estaba plagado de abusos inapropiados de autoridad, puesto y privilegio».

Dicho de otra forma, el que consumaran la relación supone que Clinton, más que actuar como un irresponsable, más que aprovechar su prestigio y su fama, fue, taimada y obviamente, guía por un camino plagado de abusos. Huelga decirlo, donde existe un abusador agoniza un abusado. Una víctima. Pero no una, como ella misma repetía antaño, de un fiscal obsesivo, unos comentaristas cínicos, unas televisiones sedientas y un público entre horrorizado y jadeante, sino, ah, oh, de un hombre. Un hombre blanco. Heterosexual. E imperialista, que por algo era el presidente de EEUU. Otra cosa es que cuele. Como escribe Cathy Young en el «New York Daily News»: «Lo que comenzó como una protesta contra el abuso de poder para coaccionar el sexo y silenciar a las víctimas se ha convertido en una invitación a replantear las experiencias sexuales de las que nos arrepentimos como coercitivas». La capacidad para reinventar, no ya la historia, a la que nadie añade ni un dato nuevo, sino su significado, bien puede operar el milagro de que Lewinsky, vilipendiaba por tantos, reciba al fin honores de víctima. Que ingrese, para gozo suyo y descrédito del movimiento al que se acoge, en el creciente y prestigioso santoral de los humillados, los degradados y los ofendidos.