Almería
Vicky Martín Berrocal quiere que Anna Allen le pague el traje de «su» Oscar
Ayer lo dejé a medias. Me perdí en los vericuetos del lío de la Casa de Alba y esa subasta que se impidió a tiempo. Colón no merece ese mal trato, aunque los Reyes Católicos fueron bastante enérgicos con sus ínfulas y arrogancia lógicas en quien buscaba otro camino a las Indias y descubrió nuevo mundo. Empecé con Vicky Martín Berrocal y me encallé –que diría un catalán– , ya que me estaba divirtiendo mucho con la que están montando los cabreados hermanos Alba.
Vicky se mostró molesta cuando los de Mango, tras presentar seis trajes ya lanzados pero adaptados a lo que ella define como «robustas», –yo apunté si se refería a rellenitas, nunca lo hubiera dicho, insistió en lo de «mujeres rotundas»–, le sacaron tarta y palmeo de Juan Peña con el soniquete del cumpleaños feliz. «No me gusta nada este momento», y silenció los motivos de tamaña objeción casi despreciadora ante el mimo de quienes le ofrecieron de obsequio. Genio –¡mucho!– y figura ahora estilizada por un modelo de lunares –que suelen engordar– hábilmente combinado con negro encaje lateral a fin de afinar su figura. Un acierto igual que el de noche rojo recogido en escote casi imperio o el azul de lo que parecía gasa, acaso sintética.
«Cumplo 40», añadió, riéndose de su trola. Pero obvió completar el dato sobre su edad para centrarse en Anna Allen, nuestra «no concurrente» a los Oscar que aún debe a Berrocal el importe del traje para enfado de la diseñadora. La actriz se coló. Para eso los estadounidenses son más accesibles que cualquiera de nuestros «photocalls». A la vista está este ejemplo, aunque luego todo quede en un bochornoso montaje. Allen presumió en Instagram sobre su aflamencado traje negro con volantes en el bajo, un auténtico remolino acaso precursor de la que luego cayó ante su fraude, engaño y hasta tomadura de pelo al «¡Hola!», que presumía de exclusiva como antesala de la gran gala hollywoodiense. Bien ha hecho Andy García asegurando que «Hollywood ya no es lo que era». Tiene razón; y uno anota con nostalgia aquella época dorada de las grandes superproducciones. Gracias a eso en el barcelonés Esplugas, cuna del «western» antes incluso que Almería, conocí a Clint Eastwood, que competía en entrega con Gilbert Roland y Fernando Sancho. Eran los habituales del «espaguetti western» parido aquí. Ya no digamos los grandes filmes de Bette Davis, mito ahora recuperado y perpetuado en un documental que pudo llevarse el Goya en otra onda que el de Paco de Lucía realizado por su hijo Curro con el que dinero de mamá Casilda Varela Ampuero. Sigue añorando al que fue su marido y gran amor. La enfrentó a la gótica sociedad madrileña de entonces –que sobrevive aún agonizando– pasmados de lo que consideraban una pasión ilógica entre la aristócrata hija del bilaureado general Varela y el guitarrista luego universal. Casilda bailó también entre dos aguas. Tuvo mal pago del músico. Pero vuelvo a Davis y lo que fue su última película. Emociona, conmueve y causa nostalgia de la que fue la última gran mala magnífica del cine americano. Recoge su paso por San Sebastián 15 días antes de morir. Una rueda de prensa de noventa minutos que nos dejó un recuerdo único de divismo bien entendido, ahora rememorado por Diego Galán y Jaime Azpillicueta con dirección de Pedro González. Aterrizó con 23 maletas para sólo cuatro días de estancia vasca «que podían prolongarse a su deseo». Dio lección magistral de estrella irremplazable y el documento recoge mi pregunta de dónde fue más mala, «¿en el cine o en la vida?». Fernán Gómez quiso fulminarme envidiando tamaña personalidad. Él se las traía. «Mitad y mitad», me contestó Bette, dando una larga chupada de su cigarro tan emblemático en su filmografía. Recomiendo su visión, ya que se constata que quedan tales estrellones.
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