Historia
La revolución sexual y la liberación de los sentidos
Los marchosos 60 fueron el comienzo de la apertura a temas políticos y de otra índole antes rechazados, pero también el nacimiento de numerosos grupos antisistema y de una profunda mutación cultural
Los marchosos 60 fueron el comienzo de la apertura a temas políticos y de otra índole antes rechazados, pero también el nacimiento de numerosos grupos antisistema y de una profunda mutación cultural.
La píldora comenzó a comercializarse en Inglaterra en 1961. Sin ella la revolución sexual jipi no hubiera tenido lugar. Ese cambio alentó, en 1967, la despenalización parcial del aborto en distintos estados de Norteamérica. Dos factores que quedaron como telón de fondo de los marchosos años 60, arrollados por la espuma de las olas de una juventud que accedía mayoritariamente al bienestar económico y el consumo masivo que se produjo en la posguerra. Un profundo cambio sociológico que acabó afectando a todos los países democráticos.
En 1967 se eliminó el Código Hyas de autocensura que Hollywood se había impuesto desde lo años 30. Eso supuso un reflejo mayor de la realidad cambiante que, desde los años 50, anunciaban los movimientos juveniles, cargados de connotaciones sexuales cada vez más explícitas; además de la apertura a temas políticos, de índole sexual y pornográficos antes rechazados.
El perspicaz actor Bob Hope dijo de los movimientos obscenos de Elvis Presley: «Elvis es solo un joven, un americano pulcro que hace en público lo que otros hacen en privado». Los jipis fueron los primeros en exhibirse desnudos en público sin pudor, y manifestaron su desprecio por las convenciones sociales que condenaban la homosexualidad y la emancipación femenina. Hicieron en público lo que sus mayores hacían en privado.
El «flower children»
Esa fue la cara amable del «flower children», jóvenes idealistas que abrazaban la simplista ideología jipi, que se reducía a la desinhibición sexual, el consumo de drogas y manifestarse frente a la guerra del Vietnam. «Haz el amor y no la guerra» fue un eslogan mediático que hizo fortuna, y cuyo reverso tenebroso fue la creación de grupos revolucionarios armados financiados desde Moscú por los comités pacifistas y de desarme internacionales.
Mientras proliferaban las comunas agrícolas jipis y las manifestaciones pacifistas, los yippies organizaban grupos antisistema revolucionarios. Mientras los jipis mostraban la cara amable con sus formas alternativas de vida, una serie de grupos terroristas juveniles como la Fracción del Ejército Rojo (RAF), la Banda Baader-Meinhof y las Brigate Rosse, en Alemania e Italia, y la Weathermen (Weater Underground Organization) y los Black Panters, en EE.UU., atentaban, secuestraban y asesinaban a políticos en una espiral de violencia terrorista inédita.
La «revolución sexual» fue un divertimento pequeño burgués, animado por las drogas y la contestación universitaria contra el statu quo heteropatriarcal y opresor de unos padres que habían luchado y muerto por librar a la democracia liberal del totalitarismo nazi y descubría con asombro su cuestionamiento total por parte de unos hijos malcriados, que abrazaban de forma acrítica el rancio comunismo.
En verdad las drogas, por sí mismas, nunca habrían logrado la libertad sexual del mundo jipi. El LSD necesitó de la penicilina, las píldoras y el coladero del aborto y la «tolerancia represiva» –según Marcuse– para un liberación de los sentidos de la magnitud conseguida en los años 60. Las represiones psicológicas, religiosas y familiares se fundieron como mantequilla en el microondas de la emancipación jipi. El freudomarxismo, ese ceviche marinado de Freud, Reich y Marx, llenó de teoría baladí la logorrea juvenil de los niños de las flores y la pantomima situacionista de mayo del 68.
El precio del hedonismo juvenil supuso agudas crisis familiares y de identidad, descontrol mental, psicosis, inestabilidad emocional y muertes por abusos de drogas por el salto en el vacío de la generación que experimentó sin red aquellos profundos cambios culturales. Ni siquiera las vanguardias, hijas del romanticismo tardío, habrían imaginado aquella mutación cultural, iniciada en los años 60 con la liberación de los sentidos y el auge de la contracultura de la vieja izquierda comunista, travestida por el posmarxismo de la Escuela de Frankfurt en una peligrosa metafísica, cuando no en patafísica, heredada por el neocomunismo de Podemos.
La revolución sexual evidenció la separación entre sexo y afecto. La confusión de los sentidos tocaba a su fin con la promiscuidad y la peregrinación del deseo autónomo en busca de una satisfacción inmediata. El sexo rápido, anónimo y sin compromiso se expandió como una seta atómica, devastando cuanto encontraba a su paso. El amor, como pasión, y el afecto, como argamasa de una relación duradera, quedaron como vestigios de un pasado anterior al Sida, lírica trasnochada de las canciones de amor.
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