Historia

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El «Quasimodo» español

A pesar de su peso en la historia de España, la figura de Carlos de Austria ya fue deformada en su tiempo

«El príncipe don Carlos», cuadro que Alonso Sánchez Coello pintó entre 1555 y 1559
«El príncipe don Carlos», cuadro que Alonso Sánchez Coello pintó entre 1555 y 1559larazon

A pesar de su peso en la historia de España, la figura de Carlos de Austria ya fue deformada en su tiempo

A nuestro increíble protagonista le hicieron pasar de puntillas por la historia de España, sumiéndole en los más oscuros y siniestros recovecos, pese a su innegable importancia en la dinastía de los Austrias. Es preciso retrotraerse al mes de enero de 1568 para rescatarle del macabro olvido. Aludimos a un joven de veintitrés años, demacrado y febril, que se paseaba semidesnudo horas enteras del día con los pies descalzos por sus aposentos privados en el regio alcázar de Madrid, donde había sido confinado de por vida.

Previamente, él mismo había encharcado el pavimento arrojando, uno tras otro, cubos enteros de agua. Por la noche, lograba que le pusiesen un calentador lleno de nieve, con cuya frialdad parecía encontrar cierto alivio a su interminable encierro. Por si fuera poco, ingería a menudo cubitos de hielo, como si fuesen caramelos. Su mirada extraviada era señal inequívoca de que había perdido la razón, desde que sufrió años atrás una grave caída por las escaleras que le dejó largo tiempo sin sentido; y su forma de caminar, inclinado y renqueante, evidenciaba el grave deterioro de su columna vertebral a raíz también de una malaria padecida en el ecuador de su adolescencia.

- Personaje inspirador

Esta especie de «Quasimodo» español, que hubiese podido inspirar al príncipe de las letras Víctor Hugo su inmortal obra «Nuestra Señora de París», tampoco probaba bocado durante días enteros y comía luego en exceso, como si no le importase poner fin a su vida con terribles indigestiones, a punto de vomitar una y otra vez su propia existencia. Al cabo de seis meses, el 24 de julio de 1568 para ser exactos, poco después de la medianoche, hizo llamar a su confesor y tras golpearse el pecho con escasa energía imploró perdón por todas sus culpas, que eran muchas. Acto seguido, cayó fulminado de espaldas como un rayo.

¿Qué acto tan oprobioso había cometido este infeliz para poner fin a sus días de modo tan inhumano y oprobioso? ¿Acaso era el peor de los asesinos? ¿Tal vez un pederasta sin escrúpulos o un destripador de mujeres en pleno siglo XVI? ¿De quién hablamos entonces...? Pásmese el lector: nuestro infortunado protagonista era nada menos que el primogénito del rey Felipe II (1527-1598) y heredero del trono: el príncipe de Asturias don Carlos de Austria (1545-1568), hijo también de la princesa María de Portugal, fallecida a causa del alumbramiento.

Meses atrás, Felipe II en persona había leído un terrible informe en sus dependencias privadas del Alcázar madrileño. Firmado de puño y letra por el licenciado Diego Briviesca Muñatones, consejero de Castilla, aseguraba éste en el lapidario documento que el propio hijo del monarca estaba involucrado en un complot para arrebatarle el trono e incluso acabar con su vida. El gesto de pesadumbre y dolor del soberano fue palmario al detener su mirada en una sola palabra estampada con mayúsculas a mitad del texto: «PARRICIDIO».

w alta traición

Poco después, por mandato del rey Felipe II, se formó una causa judicial contra el príncipe Carlos de Austria a la que quien esto escribe tuvo acceso al cabo de casi cinco siglos, por increíble que parezca. La Comisión estaba presidida por el propio rey e integrada también por el cardenal Diego de Espinosa, inquisidor general y presidente del Consejo de Castilla, Ruy-Gómez de Silva, príncipe de Éboli, el duque de Pastrana y otros nobles. Las reuniones provocaron intensas discusiones entre los partidarios de la absolución y la condena. Finalmente, el veredicto resultó tan rotundo como inapelable: «Culpable de alta traición».

Felipe II esgrimió una mueca resignada ante su doble condición de rey y padre. Era consciente, muy a su pesar, de que acababa de condenar a muerte a su propio hijo, a quien la historia de España dedicaría, en un alarde de hipócrita «generosidad», una miserable nota a pie de página. El príncipe que no pudo, o más bien no le dejaron reinar.

«Lo que parece indudable –se lee en la «Historia de España» de Dunham, anotada por Alcalá Galiano– es que Carlos fue un hombre de mala condición y poco sano juicio, y que sus faltas, graves ciertamente, fueron castigadas sin misericordia por un monarca que no juntaba con sus otras prendas las de un ser humano».

Por si acaso, Felipe II no permitió que en sus despachos al extranjero ni en las comunicaciones a sus ministros residentes en Madrid se mencionara la terrible acusación de parricidio efectuada contra su difunto hijo. ¿Por qué lo impidió, según consta en una carta del Nuncio del Papa Urbano VIII...?

El germen de la desolación

¿Quién iba a decir que el nacimiento del príncipe Carlos de Austria supondría un terrible disgusto para su padre Felipe II? No en vano, el alumbramiento de un hijo varón aseguraba la continuidad de la dinastía. Pero la alegría duró poco en la Corte. El nuevo retoño trajo la desolación a la Casa de Austria, pues tan sólo cuatro días después, como ya sabemos, falleció la princesa de Asturias, María de Portugal, como consecuencia del complicado parto. Por si fuera poco, la salud física y mental del príncipe se vio afectada desde sus primeros pasos. Sus maestros, Juan de Mañatones y Honorato de Juan, apenas consiguieron que el infante aprendiese a leer y escribir. Su condena en vida no fue óbice para que el príncipe fuese amortajado a su muerte con el hábito de franciscano en el interior de un ataúd cubierto con terciopelo negro y ricos brocados.

@JMZavalaOficial