Real(eza)
El conde de Castellammare o el Rey Fernando I de las dos Sicilias
Aunque usaba pseudónimo, era tan popular que no era efectivo
Aunque usaba pseudónimo, era tan popular que no era efectivo.
El rey Fernando I de las Dos Sicilias, a quien sus súbditos llamaban «Re Nasone» debido a su prominente apéndice nasal, era también llamado, con algo de sorna, «Re Lazzarone». Era un monarca que caía simpático a su pueblo y lo sentían cercano. Fernando usaba de vez en cuando el título de conde de Castellammare cuando viajaba de incógnito, en referencia a la ciudad de Castellammare di Stabia, la «Fedelisima», en la costa de Sorrento, cuyo escudo azul y oro rememora en sus colores y metales los de los Farnesio, y en donde el propio Fernando fundó un importante astillero naval.
El 22 de octubre de 1818 partió Fernando de Nápoles en viaje hacia Roma para ponerse, como buen cristiano, a los pies del Papa, así como devolver la que le había hecho su hermano Carlos IV de España y ultimar los detalles de la boda del infante Francisco de Paula y la princesa Luisa Carlota, hija del luego rey Francisco I de las Dos Sicilias. Pasó por el palacio real de Caserta para cazar faisanes. Le siguió su segunda mujer, morganática, y antigua amante Lucía Migliacccio, duquesa de Floridia, viuda del príncipe de Partana, que se le unió en Caserta. Para ese viaje, el Rey tomó el título de conde de Castellammare. Pero desde luego no iba exactamente de incógnito. Su Majestad llegó el 23 de octubre por la tarde a casa de Carlos IV, Villa Albano, y se alojó en ella. Allí se encontraban su hermano y la reina María Luisa. Carlos le enseñó la propiedad y las obras que estaba haciendo allí.
Ya en Roma hizo una entrada pública, con un cortejo de comitiva estrambótica, haciéndose preceder de cuatro jabalíes que había criado y matado en el parque de Cardito para donárselos a Pío VII, el papa Chiaramonti. La estancia de Fernando en Roma fue corta, hasta el 6 de noviembre, pero durante ese tiempo él y su esposa fueron muy bien recibidos por la corte papal.
Siendo aún Fernando IV de Nápoles estuvo en Venecia paseando solo por la ciudad y se perdió. Se dirigió entonces a un pobre diablo y le pidió alguna indicación que el buen hombre le dio. Pero éste quiso acompañarle al lugar que el rey le indicaba. Caminando, comenzaron a conversar, y el buen hombre le explicó a su compañero de paseo que en ese momento corría el rumor en Venecia de que el rey de Nápoles estaba allí. «¿Ah sí?» le dijo Fernando. «¿Y qué tal hombre es ese Rey de Nápoles?». El obrero le contestó: «un animal, una especie de loco...». Y continuó con una retahíla de adjetivos poco lisonjeros para el huésped napolitano. Fernando calló, y entretanto, llegando ya a los alrededores del palacio que la República le había asignado, los gondoleros, el pueblo y todos los que –en definitiva– estaban en la calle y que conocían al rey, se pusieron a gritar «¡Ahí está el Rey!, ¡Ahí está el Rey de Nápoles que regresa!». El buen hombre palideció, se puso a correr, llegó a su casa alteradísimo, llamó a su mujer, se echó al suelo y se puso a gritar «¡Misericordia! ¡Estoy perdido! ¡Ahora seguro que me detienen! ¡Ahora seguro que destruyen mi pobre casa!». Narró a su mujer lo sucedido, que también se desesperó y se prepararon a morir... Sin embargo, sucedió algo mejor.
Al día siguiente Fernando volvió a salir solo, encontró
la casa del lugareño, entró sonriendo y puso sobre la mesa del comedor una buena suma en oro y dándole unas palmadas en la espalda le dijo al atribulado veneciano: «Toma querido. Mira: ¡ya ves que no soy tan animal como se ha dicho!».
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