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La maldición de Pompeya

La próspera y monumental ciudad campana, residencia de grandes fortunas, fue azotada primero por un terremoto y posteriormente, por la erupción del Vesubio

Vista aérea de Pompeya, en «Ciudades del Mundo Antiguo». © Jean Claude Golvin
Vista aérea de Pompeya, en «Ciudades del Mundo Antiguo». © Jean Claude Golvinlarazon

La próspera y monumental ciudad campana, residencia de grandes fortunas, fue azotada primero por un terremoto y posteriormente, por la erupción del Vesubio.

Culminando su larga evolución desde su fundación etrusca (a finales del siglo VI a. C.) y el desarrollo monumental experimentado en los períodos griego, samnita y romano, Pompeya, conquistada por Sila en el año 89 a. C., fue promovida al estatuto de colonia romana en 80 a. C. Protegida por sus murallas, cuyas puertas la ponían en comunicación con el mar y los núcleos vecinos, la ciudad albergaba lujosas residencias y era el lugar de veraneo de ricas familias terratenientes y rentistas, que mantenían en explotación amplios territorios gracias a la abundancia de la mano de obra servil disponible en Campania.

Sus edificios públicos y sus templos la dotaban además de una monumentalidad excepcional. La clemencia del clima, la fertilidad del suelo y la importancia de las fortunas de sus grandes familias auguraban a la ciudad un largo período de prosperidad.

Nada permitía presagiar los males que se iban a cerner brutalmente sobre ella. El 5 de febrero de 62 d. C., la ciudad experimentó un terrible terremoto que dañó gravísimamente sus monumentos. El capitolio, el anfiteatro, y en general todos los edificios, sufrieron importantes daños y los esfuerzos que hubo que invertir para restaurarlos fueron considerables. Los pompeyanos comenzaron a retirar las ruinas e incluso a construir nuevos edificios públicos, como las termas centrales; se emprendieron por doquier trabajos de consolidación, se reparó el anfiteatro y rápidamente se habrían borrado las últimas huellas de este primer siniestro si la ciudad no hubiera sido golpeada de forma definitiva por la más terrible de las catástrofes.

La tarde del 24 de agosto de 79 d. C., el Vesubio, cuya impresionante silueta se elevaba al norte de la ciudad, explosionó con un terrible estruendo. Durante once horas escupió una columna de humo, polvo y lapilli que alcanzaba los 20.000 metros de altura creando una nube «en forma de pino», como la describió Plinio el Viejo. Desafortunadamente, el viento soplaba en dirección sureste; las piedras y las cenizas cayeron sobre la ciudad, cuyos habitantes ya habían muerto asfixiados por los gases tóxicos, y todo quedó definitivamente enterrado bajo una capa negruzca de uno a ocho metros de espesor. La bella imagen de la ciudad próspera y feliz había desaparecido.

Para saber más

«Ciudades del Mundo Antiguo»

Jean Claude Golvin

Desperta Ferro Ediciones

192 pp.

29,95€

El 20 de septiembre de 1502 se celebró el desafío de Barletta –realmente en las cercanías de la ciudad de Trani, perteneciente a la República de Venecia– entre once caballeros españoles e igual número de franceses, que habían ofendido a los primeros con sus insinuaciones sobre su escasa pericia en el combate a caballo, que solo sabían hacerlo a pie. La disputa se enconó tanto que los españoles decidieron publicar un cartel de desafío que fue, lógicamente, aceptado por el campo contrario. Antes de comenzar el combate, el Gran Capitán recordó a los suyos la obligación de vencer, pues había que sustentar las palabras con las armas al tiempo que se ganaba honra. Después del mediodía, ambos bandos comenzaron la lucha, en la que al primer choque quedaron desmontados dos jinetes por lado. A partir de ese momento el intercambio de golpes fue terrible. El combate continuó por espacio de cinco horas, una de ellas ya de noche; finalmente, solo quedaron tres franceses montados –entre ellos el famoso caballero Bayard– frente a seis españoles. La lid se fue haciendo cada vez más difícil debido a los cuerpos de los caballos muertos, detrás de los cuales se refugiaron los galos. Cuando el español Diego García de Paredes se quedó sin armas con las que seguir combatiendo, desmontó y comenzó a apedrear a los franceses con la intención de desalojarlos de su protección. Fue en ese momento cuando los españoles se dividieron entre aquellos que querían permitir abandonar el campo a los franceses, y los que pretendían derrotarlos por completo y tomarlos prisioneros o acabar con ellos. Al fin, los jueces decidieron no otorgar la victoria a ninguna de las partes porque, según ellos, los españoles habían sido esforzados y valientes, mientras que los franceses habían sido constantes. Para García de Paredes la decisión fue frustrante, tanto que, días después, el Gran Capitán tuvo que alabarlo en público con la esperanza de que su capitán olvidara el asunto y dejara de enfrentarse con sus propios compañeros.