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El genio de vapor

Carnot, un maestro más que murió arrinconado y con la sensación de fracaso. El físico nunca supo que su obra fue la base de la segunda ley de la termodinámica

La cantidad total de energía que hay en el universo es constante
La cantidad total de energía que hay en el universo es constantelarazon

Carnot, un maestro más que murió arrinconado y con la sensación de fracaso. El físico nunca supo que su obra fue la base de la segunda ley de la termodinámica

Los seres humanos somos una auténtica calamidad energética. Nuestra eficiencia como máquinas de generación y aprovechamiento de energía es manifiestamente mejorable. De cada 100 calorías que consumimos con la alimentación, sólo 18 se convierten en energía mecánica capaz de mover nuestros músculos. Esto quiere decir que, desde que tenemos consciencia de nuestra condición de vertebrados superiores, hemos viajado por este mundo sabedores de las grandes limitaciones a las que nos somete nuestro organismo. Por eso, uno de los retos más primitivos de la humanidad ha sido aprovechar la energía emanada de otros fenómenos naturales o de otros animales y, más adelante, crear nuestras propias fuentes energéticas. Y no nos faltan oportunidades para hacerlo. De hecho, según la ciencia física, la energía está por todas partes. La cantidad total que hay en el universo es constante, no se crea ni se destruye.

De modo muy sencillo, podemos decir que parte de la evolución del ser humano ha consistido en una inagotable carrera por «cultivar» cada vez más energía. Digo «cultivar» porque no hay nada más parecido al proceso de búsqueda de recursos energéticos que el propio cultivo. El Homo sapiens empezó usufructuando la energía que le regalaba la naturaleza, apropiándose de la energía de otros congéneres utilizados como esclavos o domesticando animales de carga para realizar tareas de altos requerimientos energéticos. Paralelamente, comenzó a servirse de su ingenio para producir y controlar energía de manera artificial. Todo comenzó con el uso primero del fuego, con el que no sólo se tenía dominio sobre la energía calorífica que le impedía morir congelado, sino que se mejoraba considerablemente la capacidad de transferencia energética de los alimentos: cocinados sabían mejor, duraban más, aportaban más seguridad y eficacia.

La estrecha relación del hombre con la energía ha perdurado desde entonces, bañando nuestra historia de luces y de sombras. Una de las luces más brillantes, sin duda, fue la publicación en 1824 de «Reflexiones sobre la potencia motriz de fuego y sobre las máquinas adecuadas para desarrollar esa potencia», de Nicolas Léonard Sadi Carnot. A pesar de su oscuro título, el libro supone nada menos que la base para la posterior formulación de la segunda ley de la termodinámica y, por lo tanto, el embrión teórico de los trabajos más punteros sobre la eficiencia de las máquinas. Carnot había estudiado por orden de Luis XVIII por qué las máquinas de vapor inglesas parecían rendir más que las francesas. Y tradujo a un principio matemático el modo de predecir el rendimiento de una máquina según la fuente de calor que la alimenta. El principio de Carnot es hoy básico para la ingeniería energética. A pesar de ello, en su tiempo fue rechazado por los expertos hasta el punto de que el físico francés creyó haber fracasado y no publicó un solo trabajo más hasta su muerte, tal día como ayer de 1832.