Papel
El motor de la revolución
Nada de lo que ahora conocemos sería igual si un muchacho llamado James Watt no se hubiera quedado ensimismado mirando una tetera. De ahí, años después, surgió la máquina de vapor
Nada de lo que ahora conocemos sería igual si un muchacho llamado James Watt no se hubiera quedado ensimismado mirando una tetera. De ahí, años después, surgió la máquina de vapor
Cuando viajamos a 120 kilómetros por hora por una autopista, con la confianza de que llegaremos descansados y felices a nuestro destino, nos parece que este acto cotidiano forma parte de nuestra misma esencia de especie viajera. No solemos caer en la cuenta de que la velocidad es un fenómeno verdaderamente nuevo y extraño para el hombre. Desde que el antecesor de lo actuales Homo sapiens iniciara su primer viaje desde la África natal para colonizar el resto del planeta, los desplazamientos a larga distancia fueron una penosa y larga tarea. Durante milenios, la velocidad máxima a la que el ser humano podía desplazarse era aquella que le suministraban los caballos, el viento o la propia energía motriz de su musculatura. Hoy, sin embargo, las naves espaciales se desplazan a miles de kilómetros por hora, y nuestros automóviles unen en un suspiro distancias que, hace apenas dos siglos, requerían varias jornadas de viaje.
Puede que buena parte de la culpa de este gran salto para la humanidad la tuviera un niño escocés, juguetón y curioso, pero de salud delicadísima, que vio por primera vez la luz en la localidad de Greenock en 1736. Recibió el nombre de James Watt y terminó pasando a la Historia como el hombre que inventó la máquina de vapor moderna.
Una de las historias más conocidas de la infancia de Watt es su relación con una tetera. En marzo de 2003 se subastó en Londres un documento escrito en 1798 por una de las sobrinas del inventor, Marion Campbell, en el que se daba cuenta del suceso.
«Una vez, mientras pasaba la tarde con su tía, la señora Muirhead, ella se levantó ofuscada y le dijo: ‘‘Muchachito James Watt, nunca he visto un niño tan gandul como tú. Ve a coger un libro y emplear tu tiempo en algo útil. Llevas una hora sin decir una sola palabra, poniendo y quitando una y otra vez la tapa de la tetera; cogiendo una copa y luego una cuchara para ponerla sobre el chorro de vapor y observar las gotitas de agua que corren por la plata... ¿No te avergüenza perder de ese modo el tiempo?’’».
Afortunadamente, no le avergonzó, porque de esa curiosidad infantil nació uno de los mayores avances de la Historia de la humanidad. Watt estudió lo suficiente como para perfeccionar los rudimentarios modelos de máquina de vapor de Thomas Newcomen y fabricó un aparato capaz de condensar el vapor en un cilindro separado (un condesador) y rodear el otro cilindro (impulso) con una cubierta de vapor para mantenerlo tan caliente como el gas del interior. En 1769 consiguió la patente de su invento que quedó registrado como «Nuevo método para reducir el consumo de vapor y combustible en las máquinas térmicas» y que acabó siendo el motor de la revolución industrial en todo el mundo. James Watt, el niño de las teteras, murió el 19 de agosto de 1819.
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