Rodaje
Lo que no sabías de «Orange is the new black»
A lo largo de sus primeros años de existencia, «Orange Is the New Black» pasó de ser una dramedia sobre una pudiente mujer blanca enviada a prisión a convertirse en un retrato poliédrico no solo de las taras del sistema penitenciario estadounidense sino de un país entero azotado por la violencia, la marginalización –de clase, raza y religión– y la deshumanización sistémica.
En Netflix han tenido siempre tal confianza en su serie estrella que el año pasado, incluso antes del estreno de la cuarta temporada, anunciaron su renovación hasta al menos una séptima. ¿Y es esa una decisión acertada? Considerando que a estas alturas OITNB («Orange Is The New Black) parece haber contado todo cuanto tenía que contar, y que en su quinta temporada ha acusado los consiguientes signos de agotamiento, es una pregunta pertinente.
Los problemas empezaron con la decisión de la «showrunner» Jenji Kohan de hacer que esos últimos 13 episodios cubrieran solo tres días en la cronología de la serie, en concreto durante un motín en la cárcel de Litchfield: estirando un incidente aislado a lo largo de tantas horas de televisión hizo que la historia en general y los personajes que la habitan se vieran en paños menores, con su falta de robustez expuesta como nunca antes. Y el tradicional recurso de la serie al «flashback» no hizo sino empeorar las cosas. Esos frecuentes saltos atrás en el tiempo en el pasado fueron una estrategia narrativa intrépida y esencial para la serie, en tanto que nos informaban de quiénes eran todas esas mujeres en el mundo exterior y cómo acabaron entre rejas. Hoy no son más que una distracción, puesto que o bien redundan en personajes de los que ya poseemos suficiente información o bien ponen el foco en otros no especialmente interesantes.
Más dudas aún plantea el empeño numantino de OITNB en hacer equilibrismos tonales. Pese a que la furia con la que criticó el racismo que pudre las instituciones americanas al final de la cuarta temporada dio a entender que la serie abandonaba por completo la comedia para convertirse en un drama puro y duro, los nuevos episodios han dejado claro que no es así. A lo largo de ellos hemos visto secuestros, cabelleras arrancadas, violaciones y achicharramientos, pero también chistes metidos con calzador sobre tiroteos y torturas, parodias de «talent-shows» protagonizadas por rehenes y hasta un episodio dedicado íntegramente a reírse de las convenciones del cine de terror. Nunca antes el sentido del absurdo de la serie se había percibido tan fuera de lugar.
El objetivo final de esa quinta temporada ha sido poner la naturaleza humana bajo el microscopio, explorando cómo aquellas personas que han sido víctimas de la violencia y la crueldad son fácilmente capaces de infligir ese mismo trato –después de todo, la serie siempre se ha esforzado por dejar claro que todos sus personajes, los de dentro de las celdas y los de fuera, son esencialmente defectuosos–; pero en ningún momento ha llegado a ahondar en ese aspecto ni a hacerse preguntas serias sobre qué significa para las reclusas hacerse con el poder.
En última instancia, en todo caso, el principal reto al que se enfrenta OITNB en su futuro inmediato es que, por muy atractivos que sus personajes hayan sido en el pasado, han dejado de importar. Quizá Kohan debería quedarse con algunos de los que más familiares resultan al público y ocupar la próxima temporada en rodearlos de sangre nueva. La vida en la prisión de Litchfield se ha visto alterada para siempre –y, con ella, la columna vertebral narrativa de la serie misma–, y por tanto no hay forma de volver a ella como si nada hubiera pasado.
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