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Carmen Lomana: Regresar a la ciudad roja
He vuelto una vez más a Marrakech y siempre me asombra su belleza
A veces pensamos que vivimos en el mejor de los mundos y tenemos cierta arrogancia cuando hablamos de países a los que consideramos menos desarrollados o con costumbres muy diferentes.
A veces pensamos que vivimos en el mejor de los mundos y tenemos cierta arrogancia cuando hablamos de países a los que consideramos menos desarrollados o con costumbres muy diferentes. He vuelto una vez más a Marrakech y siempre me asombra su belleza. Ha cambiado mucho desde la primera vez que fui. Tenía 20 años y acompañé a mis padres un poco a regañadientes porque pensaba que no me iba a gustar. Sin embargo, quedé fascinada desde el momento en que vi la ciudad roja amurallada a los pies del Atlas, su luz, su ambiente limpio; fue un auténtico flechazo. Nos quedamos en La Mamounia, un hotel mítico que entonces era infinitamente más bonito que ahora, después de la última reforma que le ha quitado su alma. Nunca olvidaré mi encuentro con la plaza Yamaa el Fna. Fue como volver al medievo. Era perfecta y maravillosa. Uno no puede explicar la explosión de los sentidos, la música, el olor a especies, el colorido de las vestimentas de los bereberes que van llegando al atardecer, reuniéndose en círculos alrededor de algún contador de historias, saltimbanquis o encantadores de unas cobras preciosas que yerguen sus cabezas al escuchar el sonido de la flauta, llamada pungí. También me vino a la mente la película «El hombre que sabía demasiado», con Doris Dayy James Stewart. Empezaba en esa plaza con una trama de suspense fantástica y la música que todos conocemos: «Qué será será...» El ambiente permanece casi igual, lo que me resulta insoportable es la cantidad de motos con pésima combustión que han sustituido a los burritos, mucho más ecológicos y bellos. Ahora me gusta ir por la mañana, cuando el ambiente está más limpio, y adentrarme por su Medina y las callejuelas que conozco tan bien. Me encanta el ir y venir de los comerciantes, de la misma forma que puedo estar horas buscando la alfombra perfecta y regateando mientras me ofrecen un delicioso té a la menta con dulces marroquíes. La historia de Marrakech empieza con su fundación en el siglo XI, cuando los musulmanes ya llevaban dos siglos en España. El califa Almoravide Abd al-Mumin mandó construir la famosa mezquita Koutoubia inspirándose en el arte de Al-Ándalus, gemela a nuestra preciosa Giralda. Ahora Marrakech, que en 1911 dejó de ser la capital de Marruecos, es la ciudad turística por excelencia y está llena de fantásticos hoteles y restaurantes, pero sin perder un ápice de su exotismo y encanto. Uno de los mayores alicientes de la ciudad es el bellísimo museo de Yves Saint Laurent, que su compañero de vida, Pierre Bergé, inauguró recientemente como un homenaje al diseñador y a su pasión por la ciudad. Un adiós refinado e inquebrantable de su historia de amor. En Marrakech fue donde Saint Laurent se sintió más feliz, donde descubrió el color y quedó deslumbrado por los atuendo de las mujeres, por los caftanes y foulards que le inspiraron sus mejores colecciones. Al ver esas maravillas de una elegancia y perfección sublimes sentí que los diseñadores que han estado al frente de la firma desde que él se fue son pequeños aprendices que han desvirtuado su esencia. Lo digo desde mi opinión, que no tiene por qué ser compartida. Al pasear por los jardines de Majorelle alrededor de lo que fue su casa venían muchos recuerdos a mi cabeza de personajes creativos y originales que siempre lo rodearon, como la icónica Loulou de la Falaise, Françoise Sagan y Thaddeus Klossowski; todos ellos formaron parte de mis referentes de juventud. Loulou y Marisa Berenson eran mi inspiración. Mujeres sofisticadas, bastante snobs, cultísimas y con enorme personalidad. En el museo compré un pequeño libro que no me canso de releer: «Cartas a Yves», de Bergé, y otro sobre Loulou, musa del universo Saint Laurent.
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