Andalucía
Coral
La ciudad de Cairns es un enclave costero como otro cualquiera, lo que sería Matalascañas si la ordenación urbanística no la hubiese perpetrado un chimpancé beodo. Feo, funcional, con el legado de algún alcalde megalómano en ciertos edificios de patética pretenciosidad, a este pequeño puerto del estado de Queensland sólo vendrían bañistas... Si su playa no estuviese infestada de cocodrilos. Desde aquí, sin embargo, zarpan los catamaranes hacia la más anonadante maravilla natural del Hemisferio Sur y muy probablemente del mundo: el considerado mayor ser vivo del planeta –dejémoslo así porque pese a ser una afirmación acientífica, es ciertamente épica–, la gran barrera coralina que se extiende por más de 2.500 kilómetros en paralelo a la costa oriental de Australia. El teniente James Cook, luego nombrado capitán, que embarrancó en ella con su HMB Endeavour, es el único ser humano legitimado para poner alguna objeción a un lugar que es una auténtica PA-SA-DA y convierte a todos sus visitantes en carne del Síndrome de Stendhal. La mente, sin embargo, viaja más rápido que los jets transoceánicos y la mía voló de inmediato hacia otro tipo de Coral, con mayúscula por ser de carne mortal y no menos bonita que el arrecife. Pertenece a esa inmensa bolsa de empleados de la administración autonómica sin ningún asidero partidista y sólo comprometida con el servicio público que vio su puesto de trabajo –con motivo– amenazado por quienes concibieron el fin del régimen socialista en la Junta como un festival del rencor. Por suerte, los sensatos han logrado imponerse a los furiosos: cercenados o en vías de ello los chiringuitos sin disimulo y despolitizados la inmensa mayoría de los organismos, el pacto a dos más uno funciona sin acumular cadáveres ni resentimientos. El cambio era esto.
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