Historia
Factoría masiva de desafectos
En su todavía influyente manual de Economía Pública, el que fuese miembro del Comité Ejecutivo del Banco Central Europeo, José Manuel González-Páramo, junto a los también catedráticos de Hacienda Pública, Emilio Albi e Ignacio Zubiri, argumentaban lo siguiente en defensa de la intervención pública en el sistema educativo: «En todas las sociedades existe un amplio consenso acerca de que el Sector Público debe favorecer que los individuos adquieran información». Entre otros argumentos esta afirmación se sostenía en los efectos externos positivos que generaba sobre el conjunto de la población. Uno de ellos era «crear una cohesión social mediante la transmisión de un patrimonio cultural común». Siempre he recordado esa argumentación cuando explico la materia a mis alumnos del grado en Administración y Dirección de Empresas. Pero también lo recordaba estos días cuando preparaba junto a mi hija un examen de Historia de España que abarcaba el periodo que va desde la llegada del Emperador Carlos de Habsburgo a Castilla hasta su sucesión por su hijo, el Rey Felipe II. El examen también incluía la cultura española en el siglo XVI. El material didáctico era el texto de Geografía e Historia publicado por la editorial Oxford University Press.
Naturalmente, para un nivel de enseñanza secundaria de los primeros cursos los contenidos de las asignaturas no son los propios de un tratado o monografía y por ello hay que huir del planteamiento de afear al manual o a los autores no haberse extendido en tal o cual aspecto o protagonista. Deben ser manuales de contenido fibroso, oportunamente ilustrados y que favorezcan un conocimiento exacto de la materia. Pero entre un contenido fibroso y obviar el papel del cardenal Cisneros media un abismo. Si Cisneros no convence a Fernando el Católico para que regresara de Nápoles en cumplimiento de lo dispuesto en el testamento de la Reina Isabel, Carlos nunca se hubiese convertido en Rey de las Españas o en Carlos I de Castilla y Aragón. Por otra parte, y en lo que se refiere a Felipe II, ninguna referencia se hace a las inclemencias meteorológicas que azotaron a la Gran Armada (su naufragio se atribuye en exclusiva a los ataques ingleses) como hace tiempo probaron historiadores británicos de la influencia de Colin Martin y Geoffrey Parker. De los 130 barcos que zarparon de Lisboa el 28 de mayo de 1588, sólo se supo meses después del regreso de 60. Un tercio de la flota, al menos 42 naves, se hundieron o naufragaron. Por supuesto, nada hay en el texto que permita a los alumnos vincular la victoria en la Batalla de Lepanto con la configuración geopolítica del mundo en el que viven. Para mayor abundamiento, despídanse ustedes de la posibilidad de encontrar cualquier brizna de relato épico en las campañas en Flandes del Duque de Alba, Alejandro de Farnesio o en las acciones de Juan de Austria. Para quienes hemos vivido en el extranjero y conocido otros sistemas educativos, a estas edades los niños conocen perfectamente no sólo los errores sino, sobre todo, las hazañas de sus predecesores. Lo conocen perfectamente porque la educación que reciben labora para conseguir la mencionada cohesión social cementada con la transmisión de ese patrimonio cultural común. En la parte final de la materia a preparar nos encontrábamos con «La cultura española en el siglo XVI». Así, mientras se van conociendo las principales aportaciones a la Literatura, el Arte, la Arquitectura, la Escultura o la Pintura, uno espera toparse en alguna frase central la referencia al inicio del Siglo de Oro de la cultura española que ya contaba con la publicación de la Gramática castellana de Nebrija en 1492 y se extendería hasta la muerte de Calderón en 1681. En absoluto. La expresión «Siglo de Oro» no se utiliza. No aparece. De esta manera, la mayor contribución de España a la cultura mundial queda así desdibujada y desvaída como los colores fríos y tonos oscuros de la pintura del Greco que sí aparece oportunamente citada. Sorprende además que, a pesar de estar escrito el relato en el contexto de la Contrarreforma, nada se dice del papel determinante que juega España en la propagación de la Religión Católica por todo el mundo, algo que recordaba oportunamente la historiadora Elvira Roca cuando afirmó literalmente «España se dejó la vida por la Iglesia Católica». Por último, pero no menos importante, resulta sumamente llamativo el relato que describe rebeliones como las del «movimiento comunero» en 1520 o la revuelta de las Germanías (1519-1523). En ambos casos las sublevaciones responden a la reivindicación de los «derechos políticos» y la respuesta de la Corona se define como «represión». Éste es el discurso que alfombra cualquier movimiento secesionista. Con heroicas excepciones debidas a profesores casi anónimos, la enseñanza de la Historia de España es una factoría masiva de desafectos. Una enseñanza basada en unos libros de texto de los que se ha hurtado cualquier destello de hazaña o de contribución a la cultura y desarrollo mundial. Nada hay que se exhiba con el orgullo con el que en cualquier país se enseña lo mejor del Patrimonio común a quienes están llamados a heredarlo. El sistema funciona como un dique de contención contra los afectos; en definitiva, contra la cohesión social que justifica que la Educación reciba el apoyo financiero de todos los españoles a través del pago de nuestros impuestos.
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