Jerez de la Frontera
Lula da Silva: El obrero presidente
Llegó en un avión costeado por Telefónica. Había tomado el agua sin gas y los cacahuetes que distraen el viaje. Esa noche cerraba en Cádiz un vistoso rule europeo que le prepararon grandes marcas y gobiernos de la Unión para advertirnos del hambre que muerde, tan lejana de las grandes avenidas iluminadas.
Entre el santoral y la carne, Lula da Silva, que está en la Historia por descubrir a los pobres del Brasil así como Núñez de Balboa el Pacífico, llegaba con prisas. Lucía toda la modesta parafernalia de la autenticidad para recibir el premio de la Libertad.
Teófila, la alcaldesa gaditana, lo había premiado para el 19 de marzo pero a él le venía bien llegar casi un mes después. Por todo un poco y también porque al día siguiente, sábado, se jugaba un Real Madrid-Barcelona: iba de invitado de honor a ese palco del Bernabéu, un galeón del Ibex 35, vergel de aficionados armadores y plutócratas.
En el aeropuerto jerezano, a pie de pista, estaban los concejales gaditanos, con el encargo y un cartelito; tratando de atender (y blindar) a su premiado frente a una hambrienta jauría política de los pueblos colindantes, que también peleaban por rascarse unas fotos con Lula.
Era media tarde de la mitad de abril y aquel hombre traía urgencias, tantas que de la sala de espera del aeropuerto llegó en coche a la Casa de América, en Cádiz, y de allí, después de escuchar discursos y recibir su premio, retornó en coche, apenas cuatro o cinco horas después, de Cádiz al aeropuerto de Jerez de la Frontera para volver a volar.
La Casa de América había sido siglos atrás Cárcel Real, y los gaditanos, en su empeño, la tienen remozada como un hermoso costurero donde poder atender, así en corto histórico y con buena educación, a los visitantes ilustres. Allí, en la Casa de América (que ahora si se dice Cárcel Real no les gusta), también traen exposiciones americanas, tal que el puerto todavía llevara y trajera barcos con pasajeros y mascotas enjauladas desde América.
En el atril, ante un auditorio de 300 oyentes desteñidos de color político, el presidente brasileño, limpiabotas, vendedor de helados, con un diploma de mecánico y un solo idioma, nos dijo cosas como: «En ningún libro de Lenin se prohíbe que un tornero sin estudios pueda llegar a un país de 200 millones de personas» o «cuando llevamos la luz a 15 millones de chabolas, vi como, en una de ellas, una señora no dejaba de pellizcar la luz. Miraba la cuna de su hijo y apagaba y encendía repetidamente: 'Estaré así toda la noche. Es la primera vez que voy a poder ver cómo duerme mi hijo'».
En aquel discurso gaditano, Lula levantaba las manos y cerraba los puños. Cuando señalaba con la izquierda dejaba ver la ausencia del meñique, perdido en un accidente laboral y con cuya indemnización pudo comprar un terreno y un ajuar para su madre. «Mi madre –recordaba– tuvo siete hijos. Cuatro hombres, todos pobres pero honrados, y tres mujeres, de las que ninguna tuvo que prostituirse».
Tras la emotiva parrafada, los políticos, los jueces y los periodistas se disputaban al presidente, un santo laico, que intentaba probar un canapé o llevarse un sorbo de vino a la boca. «No concedo entrevistas. Los próximos seis meses estaré callado para que sólo se escuché a Dilma Rousseff».
Lula sólo paró en Cádiz a recoger un premio, como el que se para a comprar la miel del camino y luego continúa tratando de llegar cuanto antes a ninguna parte. Se hizo una foto con la camiseta del Cádiz, sonrió a todos y se esfumó. Si se lo encuentran, allá dónde esté, no le pregunten dónde cae el puente Carranza.
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