Sevilla

María en el templo

Interior del bar El Rinconcillo, en Sevilla / Foto: Manuel Olmedo
Interior del bar El Rinconcillo, en Sevilla / Foto: Manuel Olmedolarazon

El Rinconcillo, casa de comidas y bebidas desde 1670, no es lugar para ligones ni mitómanos. Hace unas semanas, merodeaban nuestra tertulia dominical tres chilenas locas por el mambo y de bastante buen ver, que aguantaron con cara de lechuza las alabanzas a Hernán Büchi, Chicago Boy que fue el ministro de Hacienda que auspició el milagro económico del régimen de Pinochet, y que salieron corriendo despavoridas en cuanto un impertinente, tras el cuarto o quinto cubata, bramó: «Me cago en Neruda y en toda la intelectualidad comunista». Otras guapas sin sentido del humor. Se ha dejado ver estos días por allí María Sharapova, bellezón y leyenda del tenis a quien habríamos hecho menos caso que a su tocaya Vasco, marchadora que fue medallista olímpica («es flipante que me reconozcáis, tíos»), y a la que el personal trataría como enseñan los De Rueda, hosteleros de sexta generación que se aprestan a celebrar como se merece la efeméride del 350º aniversario: todos los clientes merecen idéntica atención, exquisita, porque un buen tabernero no hace distingos entre el vip cargado de billetes o el presuroso consumidor de una cerveza. Y al revés, un patoso es un patoso ya venga con una despedida de soltero o acabe de salir de la junta de gobierno del Calvario. El Rinconcillo, igual que cualquier bar como Dios manda, es un templo de la libertad porque se rige por unos códigos muy estrictos, ya que de otro modo sería imposible la convivencia jovial de cientos de personas en tan pequeño espacio. No es sitio para que la Sharapova se haga selfis, la verdad; o tal vez sí por el pintoresquismo del lugar, pero lo cierto es que allí dentro a nadie le importa cómo te llamas ni cuántos seguidores tengas en Instagram. Además, se tarda mucho en explicarle a una rusa que «coronel» es un vaso de vino.