Podemos

Mi reino por mi opinión

A los españoles nos encanta que nos pregunten. No se diga si, además, al otro se le ocurre atender solícitamente la respuesta. ¿Qué hábito tiene en el consumo de magdalenas? ¿Las prefiere antes de ir a dormir, al levantarse o para la merienda? Nos encanta una encuesta, quizá porque a nadie parece habérsele pedido jamás la opinión. Una amplia capa de la sociedad, después de casi cuarenta años de dictadura, aún no ha tenido tantas oportunidades para opinar y, por eso, pocos hay que no rabien por responder a cada una de las campañas que organizan las empresas de mercadotecnia o de simple mercadeo de datos personales. Alguna vez me he visto impelido a cumplimentar mi sensación sobre el último sabor de no sé qué marca de refrescos. ¿El punto de acidez le provoca hormigueo, escozor, frescor o agrado extático? Estamos locos por afirmar, reafirmarnos y fingir que escuchamos al de enfrente. No es raro, así, el respaldo recibido por esos partidos nuevos que ofrecían quimeras asamblearias en las que todos serían llamados a decidir. Democracia real, la llamaron en un caso ejemplar de canto al vacío. Trilirí. ¡Tralará!, respondía la montaña. Sin ser necesario recordar qué ha quedado de aquella pose presuntamente democratizadora –al jefe, Pablo Iglesias, lo consideran los suyos andaluces la reencarnación de Lenin–, otros especialistas en escaparates optaron por engolosinar al ciudadano con promesas de participación como bandera con la que envolver la distracción del mes. Y entonces redescubrieron el referendo como instrumento de transformación (sic), más dos huevos duros. En Sevilla se ofreció un caramelo: feria larga o feria corta. Ahí acabó el jueguecito: a la gente le gusta demasiado opinar.