Literatura
«Si alguien me llama rastrero me parece bien»
Andrés Trapiello presenta “El Rastro: Historia, teoría y práctica”
Acaba de salir y su libro sobre el Rastro ya está allí –en un guiño, en la portada se ve un ejemplar en un tenderete–. ¿Sería un buen destino para sus obras?
Es una broma... En el fondo, son ganas de presumir porque en el Rastro hay cosas buenísimas y la mayor parte de mi biblioteca procede de ahí.
¿Por qué despierta esa inspiración, no solo en la literatura?
Esa es en parte la razón de escribir este libro: saber qué encontramos en las cosas viejas que no nos dan las nuevas.
Se pregunta: ¿qué echa uno en falta en su vida para ir a buscarlo allí?
Son cosas muy difíciles de explicar. Siempre vas con la idea de que algo que has perdido en tu vida o en tu infancia vaya a aparecer en el Rastro. Luego, ocurre que las cosas viejas en general se han desechado antes de tiempo, cuando creemos que ya no tienen utilidad y a veces es demasiado precipitado.
Puede ocurrir que sea simplemente por falta de espacio o por renovación.
No solamente. Cuando yo empecé con veinte años, España entera –me refiero a la universidad, la literatura, los periódicos– había desahuciado buena parte de la literatura. Estoy harto de decir que Clara Campoamor o Chaves Nogales habrían tardado en aparecer más todavía sin el Rastro. Estaban sin valorar y unas cuantas personas les dimos un valor.
También hubo un resurgimiento de esa venta de segunda o tercera mano después de la guerra.
Siempre pasa. Ahora me preguntan cuál es su futuro. Es verdad que los rastros son más pequeños que hace cuarenta años, se van reduciendo porque el país es más rico y antes la gente iba a buscar objetos de segunda mano que eran de primera necesidad: un plato, las sábanas, los abrigos... Eso ya no ocurre porque el país ha crecido, pero al mismo tiempo estamos fabricando cosas viejas ahora. Las que no valoramos hoy, dentro de cincuenta años las valoraremos.
¿Cuál es su motivación para continuar acudiendo cada domingo después de cuarenta años? Y siempre lo hace en pareja, con su amigo Juan Manuel Bonet.
Sí, él seguramente podría ir solo, pero yo no. Empecé a ir porque la literatura que me interesaba no estaba en las librerías: o leías las primeras ediciones o no existían, incluso grandes de la generación del 98,, como Juan Ramón Jiménez, no estaban reeditados. Todo estaba sin valorar, un poco desajustado. Nosotros intentamos sacar todo aquello que era valioso de esa especie de derribo inmenso que era la cultura española. Un libro como «Las armas y las letras» no lo habría podido escribir sin ir al Rastro, ni Juan Manuel Bonet hubiera escrito el «Diccionario de las vanguardias». El Rastro me ha dado mucho más que eso: me ha dado historias, maneras de comportamiento, razones para entender por qué voy...
¿Y le ha dado la razón para renunciar durante años a ese placer de levantarse tarde un domingo?
El domingo último fue bastante chusco, me levanté y me tiré a la calle. No había mirado por la ventana y estaba lloviendo. Iba además de pésimo humor... Pues fue estupendo, compré un grabado francés finísimo y estupendo de los años 20.
Sin el que no habría podido vivir...
No hasta ese extremo, pero hace un poco mejor mi vida. He estado cuarenta años sin él, pero ahora no podría.
Entre tantos objetos, ¿hay que tener cierta sensibilidad para ver las cosas que ofrece?
Yo lo explico con la teoría de las espadas de mi hijo: él me pedía con nueve años una espada y yo le decía que no había. Un día vino conmigo y en dos horas vio cinco porque era lo único que iba buscando. En el Rastro solamente encuentras aquello que habías encontrado previamente, no vas a encontrar cosas, si no a reconocerlas en medio de todo el barullo.
La vida misma entonces.
Es así. Muchas veces lo que vas buscando no lo encuentras y acabas llevándote lo que no necesitas. Pero esta es la parte interesante: a partir de ese momento eso se hace imprescindible en tu vida. Me pasó con Chaves Nogales. Y cuando algo es valioso me gusta compartirlo.
Existe esa sensación de que te puedan engañar en el precio por no saber. ¿Cuánto cuánto valen las cosas?
Hay un principio que todo el mundo conoce: las cosas valen lo que te dan por ellas. No te tienes que torturar por si te han engañado, tú pagas la ilusión que te hace encontrar eso. Hombre, es mucho más bonito pagar nada que pagar mucho, por eso hay que regatear siempre, por caridad, porque si no el rastrero piensa que le has engañado.
Ahora ser rastrero es un insulto.
Durante el siglo XIX, rastreros y barriobajeros eran las personas que vivían en esos barrios de Madrid. Y era sinónimo de gallardía, de nobleza, porque fueron los que mejor se comportaron en la francesada de 1808. Pero a medida que fue creciendo la ciudad, esos barrios se llenaron de delincuentes y medio quinquis. A mí si alguien me llama rastrero me parece bien.
Como pasa a veces con los mitos, ¿no se cae el Rastro al conocerlo por dentro?
No, da siempre muchas cosas y las da por casi nada. Casi todo lo que compramos allí es mucho más valioso de lo que cuesta.
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