Política

Sevilla

Ventanas de luz y realidad quebrada

El pintor sevillano Antonio Barahona explora el costumbrismo andaluz con una sacudida contemporánea

Antonio Barahona en su estudio sevillano / Foto: Ke-Imagen
Antonio Barahona en su estudio sevillano / Foto: Ke-Imagenlarazon

En el pequeño estudio de Antonio Barahona en Sevilla la luz sale directamente de sus cuadros, ventanas móviles al alcance de quienes sepan ver. Es la misma luz que él emite cuando habla sobre su trabajo o recuerda las sobremesas en la Fundación Antonio Gala, donde pasó un curso académico con la única preocupación de entregarse a la pintura y a la convivencia con otros jóvenes que, como él, buscaban dedicarse al arte. Esa estancia le permitió compartir tiempo con el escritor cordobés, empaparse de sus anécdotas, mirar de cerca la cultura. Tenía 25 años y la experiencia resultó fundamental porque le permitió ahondar en el costumbrismo andaluz, tema central de su obra. Un término, confiesa, que rehuyó en un momento determinado porque espanta a las galerías públicas que ensalzan la contemporaneidad como antítesis del naturalismo que cultiva. Vegetación, macetas y paredes encaladas asoman bañadas de color, agujeros negros de todo lo que sucede a su alrededor, pero no solo. Superado el complejo inicial, Barahona asume sin tapujos un costumbrismo de este siglo, donde tienen cabida la cal y la frescura urbana, como demuestra el «Paisaje de interior» que se ha alzado con el prestigioso premio Club del Arte Paul Ricard. Su visión de una realidad quebrada, surgida de la estancia recurrente en un lugar y los fotomontajes, ha abierto una brecha por donde transita cómodo. «Es la globalización bien entendida, sin que mine la cultura local», aclara.

«Para ser moderno tengo que parecerme a los vanguardistas de hace un siglo –dice con sorna–. Ahora no hay una sola referencia, como pasaba con los impresionistas. Berlín lo era hace diez años y Nueva York lo es a nivel comercial, pero accedemos a tanta información que debes seleccionar lo que te interesa y seguir esas pistas», asegura Barahona, que señala los videojuegos como la vanguardia artística de este siglo.

Su carrera arrancó después de pintar exclusivamente hacia afuera, con la mirada puesta en la aprobación externa. Fue su padre quien le propinó el primer «guantazo» profesional. «Haz un cuadro solo para ti, no tiene que gustar a nadie más y mucho menos hacerlo por dinero», cuenta que le dijo en plena efusión tras haber ganado un concurso de pintura rápida. Con veinte años, inicialmente pesaron más los quinientos euros que le había proporcionado ese fugaz éxito que los consejos del padre-pintor. Las palabras, sin embargo, perduraron más que aquel primer dinero y de la reflexión nació «Sobre la vegetación», su primera obra personal, reconocida con el Premio Ateneo de Sevilla en 2010 y que repetiría seis años después con «En la escalera».

Al entrar en su lugar de trabajo, frente a la puerta de la que fuera la primera escuela de baile de Matilde Coral, cuelga un enorme lienzo de un patio acristalado con una monstera deliciosa en primer término, cuyas enormes hojas atrapan la mirada. Es un corralón del centro de Sevilla de grandes dimensiones. Su cabeza y su mano, dice, han pensado y ejecutado en los últimos meses en gran formato y volver a pintar en pequeño le supone un sobreesfuerzo. Sobre el caballete, aguarda una maceta sobre un alféizar con los postigos blancos abiertos que solo conoce «de oídas», por la foto que emplea como modelo. Eso añade dificultad a alguien acostumbrado a vivir los lugares y las personas antes de eternizarlos. «Necesito haber paseado, haber vivido lo que voy a pintar porque de otra forma solo veo la carcasa y no la esencia de las cosas», aclara. En la pared contigua, el blanco del interior andaluz se deja mirar, entresacado el cielo, el suelo de piedra que Barahona ha pisado, fotografiado y comprendido, ungido por el verdor siempre presente, ya sea a la luz del sol o de las bombillas. «Me gustaba la idea de que la vegetación y el tejido humano cambiaran y en rincones de pueblos veía una potencia poética que me atraía mucho». Cuadros inacabados, en proceso, abandonados de momento, le recuerdan que debe estar ahí todos los días. Si no encuentra el estado para pintar, trabajará tensando lienzos, preparando fondos. La bohemia del pintor es leyenda, todo requiere trabajo y mucho tiempo. «Antonio López defiende que para hacer buen arte tienes que estar comido y calentito», recuerda Barahona, que conoce bien al maestro de Ciudad Real porque ha asistido a cinco cátedras suyas. La primera vez que se cruzaron, el sevillano bajó la cabeza y ni siquiera lo saludó. La timidez se confundió con la soberbia del principiante, hasta que el roce y el arte los fueron acercando. Su inagotable curiosidad le ha permitido exprimir cada oportunidad junto a artistas como Golucho o Juan F. Lacomba.

Las preguntas –e incluso las respuestas– sobre todo lo relacionado con el arte le surgen conforme habla y, aunque es un torrente conversando, las palabras poco pueden hacer frente al impacto visual. Contar sus cuadros es la consumación del refranero popular, un ejercicio de frustración, a pesar de que su representación de la realidad parezca accesible a priori frente al arte abstracto. «Si no lo entiendes, puedes hacerte las preguntas correctas. Con el naturalismo, el espectador se vuelve arrogante porque cree que entiende la imagen, pero no se trata –advierte– de adivinar las imágenes, sino de entrar a dialogar con el autor».