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Al nuevo Abad de Cardeña

La Razón
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De fray Roberto, desde hace poco nuevo abad de Cardeña, recuerdo su sonrisa y la calvicie prematura de su cabeza, bajo un cerco de canas que eterniza la suave forma de su rostro y de su trato. En su mirada creo haber entrevisto al niño que fue y al joven que ha sido. Y de ambos guardo en la memoria al hombre que, concluida su jornada cotidiana, siente lo que un poeta, Claudio Rodríguez, exclamaba en aquel verso: «¡cuánto necesita/mi juventud! Mi corazón, ¡qué poco!»

Cuando a un hombre se le abre en la vida otra edad más allá de la juventud antes de perder el juvenil vigor, cuando se le ofrece el panorama de unos años venideros que habrán de fijar su destino para siempre, piensa, como nunca hasta entonces, en todo lo que necesita para navegar por esos años prometidos sin temor a perder el rumbo y el puerto señalado. No le viene mal, en tales circunstancias, recordar con el poeta la compañía del corazón, que da tanto y tan poco necesita. Si el abad se mira en el espejo de la regla seguro que no se ve, de sublime que es el modelo. Pero lo más sublime no es lo más completo sino lo más sencillo.

Las virtudes pesan cuando se cuentan. Vuelan, en cambio, cuando se simplifican. Y lo que el monje necesita de su abad es, tal vez, mucho más sencillo que cuanto el abad piensa de sí que necesita. Yo lo resumiría apelando al corazón. Un corazón para ponerse, sin palabras, en el lugar de otro. Y para pedir de corazón lo que podría mandar sin la menor contemplación. Porque mandar es de hombres. Pedir, en cambio, de pecadores y mendigos. Y pecadores y mendigos es nuestra única manera de ser hombres.