Libros
La genética del relámpago
Jacob Burckhard escribió que existen dos tipos de maestros. Uno te describe minuciosamente cada parte de la ciudad, contándote qué ha ocurrido en sus calles, en sus palacios o en sus casas, sin olvidar en su discurso un solo detalle. Otro te agarra de las solapas y te arrastra por las afueras, entre zarzas y polvo, para llevarte, a lo largo de un trayecto que se antoja interminable, hasta la más alta de las colinas, para, una vez allí, trazar un arco con su brazo y susurrar al viento, antes de la tormenta: «Ahí tienes la ciudad. Ahora es toda tuya». Enrique Beotas pertenecía a la segunda clase de maestros, que, como ya habrá intuido el lector más avispado, son los mejores.
Mentiría si ahora contase que trabajar a su lado era sencillo. Más bien todo lo contrario. Es imposible olvidar sus llamadas a horas imprudentes para dilucidar la pertinencia de un adverbio en un artículo o para preguntar cómo había quedado la última entrevista de La Rebotica.
O aquellas cenas de trabajo que se alargaban hasta ese instante en que la madrugada ya ni siquiera se puede acordar de su nombre. Sin embargo, jamás he aprendido tanto, lo que quizá se explique porque tampoco he discutido tanto con nadie, algo que, pese a lo que sostienen los pusilánimes, siempre resulta necesario, al menos si no se quiere vivir con ese tedio con que a veces pasan las nubes del otoño. Dicho de otro modo, al final todos aquellos afanes terminaban siendo divertidos, alentadores. Dueño de una poderosa inteligencia para anticiparse a las oscuras motivaciones de la naturaleza humana, así como de una leal comprensión de la libertad y de un irreductible sentido del humor, Enrique Beotas tenía la genética del relámpago: era imparable y veloz, dispuesto a emprender cada proyecto como si fuera el último de su vida. Desdichadamente, es lo que ha sucedido con el libro que hemos dedicado al vigésimo quinto aniversario de Grupo Matarromera.
Es sabido que los buenos maestros continúan de alguna forma vivos siempre, pues no se los olvida, como tampoco se olvida a esos relámpagos que atraviesan el cielo en lo más oscuro de la noche.
En realidad, nunca se desvanecen en la memoria, sobre todo si se ha tenido la fortuna de poder contemplar el fulgor de ambos desde la más alta de las colinas que rodean a la ciudad. Echaré de menos a Enrique. Muchísimo.
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