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Escritores asesinos

La editorial El Nadir recupera los cuentos de Géza Csáth, excelente escritor húngaro, y vuelve a poner sobre la mesa la violencia de las grandes mentes

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La editorial El Nadir recupera los cuentos de Géza Csáth, excelente escritor húngaro, y vuelve a poner sobre la mesa la violencia de las grandes mentes.

Si el asesinato fuera una de las bellas artes, dios mío como serían las feas. Aunque no pueden existir las feas artes, no, eso sería un oxímoron, es decir, una estupidez, y nadie debería vanagloriarse de su estupidez. El arte tiene que ser bello por definición. El asesinato no puede ser bello por definición. ¿Entonces? Cuando el irónico inglés Thomas de Quincey estuvo con la daga de la mano invisible atravesándole el corazón, no suspiró en éxtasis por la belleza del acto, sino que lloró como un campeón y suplicó por su vida.

En definitiva, no hay nada bello en el asesinato, pero su horror no es capaz de borrar los actos extraordinarios realizados antes. Un gran escritor que haya matado a alguien seguirá siendo buen escritor. Aunque un mal escritor asesino, o incluso uno regular, todavía será peor escritor, eso también es verdad.

La editorial El Nadir acaba de publicar «Cuentos que acaban mal», de Géza Csáth, un escritor que, dominado por la morfina y una creciente paranoia, acabó por matar a su mujer. Luego tomó veneno y se rasgó las muñecas, pero todavía le salvaron la vida, sólo para escaparse del hospital y no fallar después. Sus textos rezuman lírica desesperada y un tenso sentido de la realidad hasta caer en un absurdo mórbido y revelador. Hasta Josk Nadj le dedicó un ballet y Alessio Elia una ópera. Un escritor olvidado que sin embargo es imposible olvidar.

La lista de grandes escritores que cometieron homicidios o asesinatos es larga. En el siglo XV, el poeta Françoise Villon , el genio burlón que dio un nuevo impulso al ideario cortés y creó las más refrescantes y renovadoras estrofas de la lengua francesa. Fue acusado de asesinar al religioso Philippe Sermoise, en una pelea de taberna por los favores de una hermosa mujer. Esto es una suposición, pues es mejor pensar que no mató a un cura por una mujer fea. Acabó por confesar todos sus crímenes, pero aunque fue condenado a la horca, sólo tuvo que exiliarse a París. Otro hito renacentista fue Benvenutto Cellini, que en su célebre y apasionante «Autobiografía» habla en múltiples ocasiones de su facilidad para usar la daga y la espada. También era un maestro joyero, un mujeriego y, sobre todo, un gran fanfarrón, así que no se sabe dónde empieza el mito.

Existen muchos escritores que no hay pruebas de que mataran a nadie, pero sí indicios que dan para una historia curiosa, como Edgar Allan Poe, acusado por los amantes de las teorías de la conspiración de violar, matar y tirar al río a Mary Rodgers. Poe tiene un cuento llamado «El misterio de Mary Rodgers» y puede que fuese uno de los últimos en verla con vida. Otro caso es el de Arthur Conan Doyle al que se le ha intentado colocar el asesinato del escritor y psicólogo Rodger Garrick-Steele, sólo para robarle el manuscrito de «El perro de los Baskerville».

El siglo XX ha visto muchos casos de asesinos escritores. La autora de novela negra Anne Perry mató en su adolescencia a la madre de su amiga con un calcetín. Había un ladrillo dentro y la golpearon 43 veces. Su amiga se recluyó en un monasterio después y nunca se quitó el otro calcetín. Perry sólo se cambió de nombre.

Otro caso insólito fue el de Hans Fallada, el genial autor de «Solo en Berlín». En su adolescencia, aterrorizado por una sociedad que le atenazaba por sus tendencias homosexuales, decidió con un amigo que se matarían mutuamente. Su amigo falló, pero él no. Luego se pegó un tiro en el pecho, pero ni aún así. Salió del psiquiátrico y se casó. En una discusión, disparó a su mujer, pero sólo mató a una mesa.

El último caso célebre fue el del filósofo Louise Althusser, maníaco depresivo que en 1980, mientras creía que estaba dando un masaje a su mujer, en realidad la estaba estrangulando. Su relato del caso en «El porvenir es largo» es estremecedor. Tampoco hay que olvidar a William Burroughs, que una noche puso una manzana en la cabeza de su mujer y la mató de un disparo. Como el resto de escritores, no pasó por la cárcel. Escribir debe ser un atenuante.