Literatura

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La revolución de los niños malos

De las travesuras de Guillermo a las vilezas de «Huracán en Jamaica», los infantes crueles literarios son fascinantes

Portada de los clásicos libros sobre Guillermo el Travieso. Abajo, los niños macabros de Edward Gorey
Portada de los clásicos libros sobre Guillermo el Travieso. Abajo, los niños macabros de Edward Goreylarazon

De las travesuras de Guillermo a las vilezas de «Huracán en Jamaica», los infantes crueles literarios son fascinantes

Alfred Hitchcock siempre decía que no se tenía que hacer una película con animales, ni con niños, ni con Charles Laughton, que tenía pinta de comer niños montado en un asno que nunca entrase en escena a la orden del director. Era su opinión, claro, pero parece bastante razonable. Sin embargo, un escritor siempre tiene que hacer una novela con niños o con animales o al menos con Charles Laughton, porque son grandes personajes, los mejores, con todas las emociones en bruto, dispuestos a hacer lo que la imaginación se proponga y sin tener que sufrirlos o acostarlos antes de las ocho. Y como en las películas, los malos son los mejores.

La historia de la literatura está plagada de niños crueles o simpáticos demonios, o no tan simpáticos, demonios a secas. Desde el gigante Pantagruel, mítica creación del siglo XVI de François Rabelais ,que le conocemos desde su nacimiento con sus 18 papadas y sus sentidos insaciables, hasta esas 80 páginas dedicadas al parto del gran Tristam Shady, de Laurence Sterne, para luego desaparecer devorado por sus propias digresiones.

Aunque no ha sido hasta el siglo XX en el que la figura del niño como inocente, ¡ja!, se ha ido al garete y se ha explotado su lado salvaje y preceptor del mundo en que vivimos. Sólo hay que pensar en la excelente «Huracán en Jamaica», de Richard Hughes. Después de sufrir un terremoto y un huracán que lo devastan todo, un grupo de niños son enviados a Londres para huir de la inestabilidad de la isla caribeña. El barco será asaltado por piratas, pero que nadie piense mal, estos niños convertirán a los piratas en piñatas y cuanto más golpes, más premio.

El libro es la fuente de inspiración de la novela por excelencia de este subgénero, «El señor de las moscas», de William Golding, en el que un accidente aéreo deja a un grupo de colegiales solos en una isla desierta. El miedo y desolación del inicio se irá convertiendo en ira y supervivencia entre dos grupos enfrentados y un gordito que no cabe en ninguno que da mucha lástima, pobrecillo.

Luego están los que convierten la inocencia instrínseca de los niños en patología criminal, muy en la actualidad estos días. Por ejemplo, en «Perú», Gordon Lish nos explica, a través de los recuerdos del niño ya adulto, el homicidio que realizó a los seis años a un amigo suyo, de familia más adinerada, que siempre le invitaba a jugar a su casa. Poética y estremecedora, Lish consiguió demostrar el gran absurdo que es vivir y sobre todo crecer. En esta línea está la angustiante «Tenemos que hablar de Kevin», de Lionel Shriver, recuento desde su nacimiento de un niño que, como los de Columbine, acabará por entrar en su colegio y matar a sus compañeros, además de a su hermana y su padre. Menos brutal es «El secreto», de Donna Tartt, con unos adolescentes cómplices del asesinato de un compañero. Aunque su joya es «Juego de niños», en el que una niña de doce años investiga el asesinato de su hermano cuando ella era un bebé. Mención especial merecen las adolescentes de «Lo que dijo Harriet», de Beryl Bainbridge.

Además, acaban de recuperarse, por ejemplo, «Las aventuras de Guillermo el travieso», del gran Richmal Crompton, una historias que han hecho más por la literatura, a la hora de crear futuros escritores, que «La Biblia», «La Odisea» y «El Quijote» juntos. De este tipo hay que añadir «¡Abajo el colejio!» de Geofrey Willans, con la estupendas ilustraciones de Ronald Searle. Sin catalogación posible estarían «Alfred y Ginebra», de James Shuyler, o cómo meterse en la conversación de dos niños de ocho y diez años y crear una de las obras poéticas más grandes y divertidas del siglo XX. «Los niños terribles», de Jean Cocteau y «Los niños macabros», de Edward Gorey completan una lista tan fascinante y terrorífica como ver a un niño con un cuchillo matando a Charles Laughton.