Festivales de Música
Las mil y una caras de la electrónica
La segunda jornada del Sónar vuelve a demostrar su capacidad de viajar por el mundo en busca de nuevos sonidos
Si la primera jornada estuvo dedicada a viajar al futuro, a darse una vuelta por el espacio exterior y perderse feliz, el viernes el Sónar apostó por quedarse en casa, en la Tierra, eso sí, escudriñando todos sus rincones.
Si la primera jornada estuvo dedicada a viajar al futuro, a darse una vuelta por el espacio exterior y perderse feliz, el viernes el Sónar apostó por quedarse en casa, en la Tierra, eso sí, escudriñando todos sus rincones. Japón, Rusia, Uganda, Italia, Nigeria, Alemania, México, Argentina, la lista de artistas era interminable. Acaba de empezar el Mundial de Fútbol, pero el Mundial del Sónar tiene todavía más selecciones, y aquí todos ganan, como diría el cursi, que por supuesto perdía siempre de pequeño y decidió cambiar las reglas. Sí, todos ganaron, claro, aunque unos más que otros.
La tarde empezó calentita, con el italiano Liberato exprimiendo sus pop electrónico triphopado para las masas. Es un fenómeno en Italia, lo que no quiere decir que fuera de Italia deje de ser un fenómeno, sino que la conexión con el público es menos directa. Oculto bajo una capucha, como sus compañeros de banda, se dejó la piel para gustar y gustó, sin duda. Pero a veces eso no es suficiente y cuando estás en el Sónar y tienes mil alternativas, has de ser excelente o la gente te olvida. Cerca de allí, el estadounidense Russell Haswell sí impresionó con su directa y primitiva explosión ruidista. Le costó quitarse la chaqueta, le costó abrir una botella de cava, incluso le costó bebérsela, pero era ponerse en los platos y tus oídos ardían.
Otro que apostó por un rough rough techno, que no quiere decir techno para perros, sino duro duro, fue el inglés Claude Speeed, que realizó una intensa sesión que hermanaba y ponía contento. Un inglés calvo y simpático se puso un vaso de plástico en su coronilla y por mucho que se movía no se caía. Hasta que vino por detrás una chica de pelo grasiento y se la tiró con los dedos. «No he podido evitarlo», dijo, lo que demuestra el poco control sobre el cuerpo que tienen algunos en el Sónar. Los dos acabaron riendo y chocando los cinco, pero el pobre inglés se había quedado sin gorro.
A esas alturas había tanta gente en todas partes que estaba claro que la celebración del 25 aniversario del festival había sido todo un éxito.
En la plaza mayor, los discípulos africanos de Diplo habían comenzado raudos con el ugandés Kampire y su demostración que la electrónica también puede invocar a Ukenda, el dios león que baila con los niños. Su mezcla de ritmos africanos con clásicas formulaciones electrónicas anglosajonas funcionó tan bien como la colonización belga de El Congo. Estaba bien, pero quizá no tanto. A pocos pasos, Pedro Ladroga daba otra demostración de lo bien que funciona el autotune para el trap, diciendo hermano cada tres palabras. O tiene una familia muy grande o en esto del trap al final todos se parecen.
Al mismo tiempo, Laurel Halo ponía su ordenador junto a una gran batería para realizar algo así como free jazz electrónico con sonido de pájaros de fondo. Y Rosalía ponía un poco de flamenquito, tanto, que en un escenario enorme hasta se formaron grandes colas para entrar, con multitudes esperando fuera. Arropada por un sensual cuerpo de baile, apareció vestida de blanco con uno de sus hitazos, «Malamente», demostrando que lo suyo es de otra liga, la de las estrellas. Su fusión de flamenco de raíz con bases electrónicas hizo las delicias de sus muchos seguidores y sorprendió a los guiris que no la conocían.
Otra de las sorpresas de la tarde fue Sophie, ejercicio de electro atronador que anuncia la fin del mundo, aunque ella decía que era uno nuevo. De pronto, el escenario se llenó de un globo inflable atrapando dentro como un mosquito en ámbar a la inglesa, que salía airosa como una mujer liberada de todo encorsetamiento de género. Intensa y poderosa.
Las colas se convirtieron en las protagonistas en ese momento. La conexión africana de Diplo en el escenario grande no cuajó y la fila para entrar al concierto de Ólafur Arnalds era tan kilométrica que llegaba al Sónar Village. Mientras tanto, el hip hop africano de los Distruction BoyZ, directos de Zambia, resultaba tierno y peligroso a un tiempo. Más vulgar pareció Mr Eazi, aunque la propuesta no se diferenciaba tanto. El caso es que si esto fuese el Mundial, Islandia, país de Arnalds, hubiese ganado 3-0 a Nigeria, y eso es raro porque, en teoría, los africanos tenían mejor equipo. «Gracias por haberos saltado el fútbol», dijo Arnalds, «supongo que la gente que le gusta mi música nos es la misma que le gusta el balompié», añadió, y no tiene por qué ser así. Su delicadeza minimalista, sentado al piano, consiguió al menos que nadie se arrepintiera de estar allí.
Para finalizar, Alva Noto realizó un techno introspectivo con audiovisuales retro que empezó con frío y acabó con fuego. Y claro, el fin de fiesta de Diplo que se dejó de parafernalias tribalistas y fue al grano deconstruyendo hits del hip hop y la electrónica más canalla. A partir de aquí, a correr a ver Gorillaz.
✕
Accede a tu cuenta para comentar