Arte, Cultura y Espectáculos
Los días negros del atentado
Parking Shakespeare abandona por una vez al bardo inglés y presenta en el Centre Cultural La Farinera del Clot «Pornografía»
Lourdes Blackwell estaba durmiendo en su pequeño apartamento de London Street cuando un estruendo la tiró de la cama. Sin saber qué había ocurrido, se levantó tambaleándose y volvió a acostar, con esa sonrisa tonta que se te queda cuando te das cuenta de lo torpe y ridícula que puedes ser.
Lourdes Blackwell estaba durmiendo en su pequeño apartamento de London Street cuando un estruendo la tiró de la cama. Sin saber qué había ocurrido, se levantó tambaleándose y volvió a acostar, con esa sonrisa tonta que se te queda cuando te das cuenta de lo torpe y ridícula que puedes ser. Todavía era temprano, ni siquiera eran las nueve de la mañana, y no había razón para no volver a dormir. Intentó recuperar el sueño, pero cuando empezaba a sentir esa liviandad del cuerpo y se perdía en un gratificante calor, unas sirenas volvieron a despertarla. Volvió a recordar cómo se había caído de la cama y por primera vez se asustó.
Se vistió con su bata y fue a la ventana. Levantó las persianas y vio humo saliendo de la salida del metro y gente huyendo de allí, llorando. Un vértigo le hizo caer de espaldas, tropezándose con la mesa del comedor. No sabía lo que había pasado, pero estaba claro que era algo horrible. Pensó en todas las personas que conocía que podían haber cogido el metro aquella mañana y un sudor frío la hizo temblar. No, no, no. Su móvil empezó a sonar, dándole un susto de muerte. Era su madre, histérica, preguntándole si estaba bien, si estaba en casa, y si tenía noticias de su hermana. Colgó estupefacta y llena de terror.
No intentó llamarla, sólo se quitó la bata y volvió a la cama, acurrucándose como una niña pequeña y agarrando las sábanas con fuerzas, como si fuera su último sustento a su antigua vida. Ni siquiera necesitó recordar la última vez que había visto a su hermana. Las dos habían ido al Live 8, en Hyde Park hacía tres días. Habían bailado como locas con The Who o U2. Incluso ligaron con un par de italianos que pasaban aquel verano en Londres.
Su hermana tenía dos años menos que ella. Se llamaba Helen y tenía una de esas caras graciosas, con nariz respingona y un montón de pecas. No se parecían en nada, aunque eran mucho más iguales de lo que ninguna querría reconocer. Lourdes pensó en las pecas de su hermana y entonces no lo pudo evitar, empezó a llorar desconsoladamente, saltando de la cama y quedándose sentada en el borde, como si estuviese apoyada en un precipicio.
En ese momento, volvió a sonar su teléfono. No podía ser, pero tampoco podía ser otra persona, era su hermana, seguro. Sin embargo, cuando cogió el teléfono, vio que era su madre otra vez. Volvió a derrumbarse. No había podido encontrar a su hermana, por eso la volvía a llamar, y eso sólo podía significar una cosa. No quería cogerlo, no podía cogerlo, y no lo cogió. Su madre no se dió por aludida y volvió a llamar, una y otra vez, hasta que al final Lourdes tuvo que contestar. «No quiero oírlo, mamá, todavía no», dijo. «¡Quieres callarte y escuchar!», respondió su madre enfadada. «Os conozco a las dos, sois idénticas, y ahora estáis las dos llorando en vuestra cama pensando que a la otra le ha pasado algo horrible. Tú eres la mayor, así que tienes que llamarla ya y dejar de sufrir, me oyes. Está bien, he hablado con ella. Basta de tonterías», gritó su madre y hasta que no consiguió que su hija dijese que sí, que llamaría a su hermana, no colgó el teléfono.
Una extraña felicidad la invadió por dentro, hasta que volvió a mirar por la ventana y vio a un grupo de gente ensangrentada salir de la boca del metro. Se sintió culpable. Quiso ir abajo y ayudar en lo que pudiese, pero no lo hizo. Antes tenía que hablar con su hermana, y eso hizo. «Te puedes creer que sólo hace dos días que estábamos viendo a Elton John», dijo con voz temblorosa y empezaron una larga conversación.
Esta podría ser una de las historias que conforman «Pornografía», de Simon Stephens, dramaturgo inglés que tres años después de los incidentes revisitó lo sucedido a través de siete posibles historias que ocurrieron durante aquellos terribles días de julio de 2005. Una de estas historias, por ejemplo, dibuja los movimientos de uno de los terroristas que se inmolaron a sí mismos aquel día matando a 56 personas e hiriendo a otras 700.
La compañía Parking Shakespeare regresa tras el éxito de la temporada pasada con «Els dos Cavallers de Verona» que atrajo más de 7.000 espectadores, y lo hace con una obra intensa, incluso polémica, pero de más actualidad que nunca tras lo sucedido en los ataques terroristas de las Ramblas y Cambrils en agosto. La sala de exposiciones del Centre Cultural La Farinera del Clot es el escenario escogido para representar la obra, que se podrá ver de forma gratuita del 15 de enero al 3 de febrero, previa inscripción vía mail. La compañía insiste así en espacios poco habituales donde disfrutar del teatro desde otro punto de vista. Iban Beltran dirige un montaje que desecha escenografía, luz u otros efectos escénicos para centrar la acción en los actores. El elenco lo conforman ocho intérpretes que dan vida, entre otros, a un niño pequeño racista, a su profesora, a una solitaria viuda, a dos hermanos atraídos sexualmente y con gran sentimiento de culpa o una madre soltera y trabajadora que busca vengarse de su jefe.
La pornografía del título hace referencia a la pobredumbre emocional que lleva a alguien a querer matarse y acabar con la vida de los demás. Cómo la objetivación actual hace que la vida del otro pierda valor y sólo se vea como algo ajeno sin relación contigo. Y cómo esa misma desviación moral puede darse en todo tipo de personas en diferentes grados, marcando a fuego la idea de que estos terroristas no son monstruos, sino problemas reales surgidos de una sociedad desmembrada. «La gente estaba perpleja de que chicos británicos podían atacar a su propio país, pero a mí no me sorprendió en absoluto. Lo que me impresionaba es que detrás de sus actos había una alienación total hacia las personas que iban a matar y hacia sí mismos. Esto es sintomático de una cultura consumista, que objetiviza a todo y a todos», dice Stephens.
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