Libros
Los escritores más odiados por sus familiares
De Philip Roth a Lionel Shriver, Hans Kureishi, o Jorge Edwards, muchos autores han perdido los favores de sus parientes
Si las palabras significasen algo, cumplirían entonces sus preceptos. De esta forma, si un escritor describiese a su madre como «un volcán en erupción, con un cutis siempre rojo y nervioso», pues su madre entonces tendría que convertirse en esa cara roja a punto del colapso.
Si las palabras significasen algo, cumplirían entonces sus preceptos. De esta forma, si un escritor describiese a su madre como «un volcán en erupción, con un cutis siempre rojo y nervioso», pues su madre entonces tendría que convertirse en esa cara roja a punto del colapso. Seguro que esa buena mujer alguna vez se habría puesto así, la imaginación de los escritores no es tan mágica, pero ahora, como sólo la habrían descrito así, ya ni tendría derecho a calmarse. Viviría siempre con ese gesto infernal. Iría al colegio de los nietos así, y a la peluquería así, y al mercado, sí, así, y entonces volvería al trabajo y le dirían, «María, por Dios, te encuentras bien» y ella sólo podría decir, «es culpa de mi hijo escritor, ¡el muy canalla!».
Para algunos familiares de famosos escritores, no hay duda de que la novela invoca a la palabra mágica y todo lo que se escribe es real. Por ello, al leer sus libros y ver cómo los describen, la cólera se instala en sus corazones. Sea verdad o no, ¡les obligan a no ser de otra manera!, como esa madre de cara roja. No es agradable que te describan en la ficción, si uno no sabe lo que significa ficción y cree que ya no hay nada más que decir sobre sí mismo.
El ejemplo más claro es el de «El lamento de Portnoy», de Philip Roth, que en 1969 puso patas arriba no sólo su hogar, sino los de todas las familias cultas judías. «Basta de ser un buen chico judío, agradando públicamente a mis padres, mientras privadamente...», dice Alexandre Portnoy a su psicoanalista, mientras pone sobre el tapete todas sus depravaciones sexuales. «Soy el Raskolnilov de la masturbación, las pegajosas pruebas están por todas partes», sigue, y Roth no pudo evitar, para su deleite, caer en la lista negra de mucha gente.
Otro ejemplo menos conocido, pero que ahora recupera la editorial Alba, es la de Jane Hervey. En su novela «Como vana sombra», nos habla de la muerte de Alfred Winthorpe y cómo ésta, a pesar de trágica, sí que puede haber servido de alibio para su familia. El fin de semana de funeral se convertirá en un delicado juego de espejos de la tiranía de este hombre que, cuando se publicó en 1963, hizo que la familia de Hervey se preguntará, «¿ese soy yo?» y dejase de hablarle durante más de un lustro. Sí que debían ser ellos, no hay duda.
Otro ejemplo muy claro es el de Hanif Kureishi, que ha llevado a la propia hermana del autor de «Mi hermosa lavandería» de pedir públicamente que «¡deje de hablar de mí en sus libros!». Sus padres en «El buda de los suburbios», su ex novia en «Sammy y Rosie se lo montan», que la novia rebautizó como «Hanif le pagan y a Sally la explotan» y la hermana en «La madre», a Kureishi no le importa las repercusiones de sus palabras en sus seres cercanos.
En lengua castellana, Jorge Edwards no tiene dudas en asegurar que «El enemigo del novelista es su familia». Él hablaba con causa, sobre todo tras su novela «La última hermana» que su familia no quería ver publicada al hablar de su tía María, que salvó a muchos niños judíos en París. Aunque lo más normal es que los autores se arrepientan si alguien se enfada, como Lionel Shriver que llegó a decir «Vendí a mi familia por una novela». En «A perfect good family», a pesar de sus intentos de camuflar las anécdotas familiares, el escozor que provocaron en su padre, madre y hermanos todavía duran hoy.
Aunque el caso de arrepentimiento más claro es el de Karl Ove Knausgard que en su serie autobiográfica «Mi lucha» ha abierto en canal su vida, sin tener en cuenta que así abría en canal a todas las personas que tenía a su alrededor y, vaya por Dios, a éstas no les gustó que las abrieran en canal, aunque esto significase convertir al escritor en rico y famoso. Pero bueno, «la responsabilidad del escritor acaba en su arte», decía Faulkner, que se llevaba de maravilla con sus primos. Y si tu familia también es escritor, como los Amis, Martin y Kingsley, pues entonces ¡la guerra! Que se lo digan a Ted Hughes, que presuntamente destruyó una novela de Sylvia Plath por cómo le describía.
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