Policía Nacional
Tinta para lavar conciencias
El tatuaje que le hizo un proxeneta a su víctima se utilizó para denunciar la trata.
Todavía tenía 17 años cuando logró escapar del horror de la prostitución coactiva de lunes a domingo, de las palizas de madrugada con cigarros y cables de ordenador y de las humillaciones a cualquier hora del día y de la noche con el único objetivo de acabar diluyendo por completo su dignidad, no ya como mujer, sino como ser humano. Huyó, en parte, gracias a la solidaridad de un taxista pero su «libertad» apenas le duró tres meses. Sus explotadores la volvieron a encontrar en la Casa de Campo una gélida noche de marzo de 2012. Una patada en la boca nada más verla fue sólo el prolegómeno de todo lo que vendría después. Se «llama» testigo protegido A-1 y el tatuaje que le hicieron en la muñeca aquella noche –entre un sinfín de golpes y humillaciones como rasurarle el pelo y las cejas– se convirtió en el símbolo contra la trata de mujeres.
Como producto que era para sus explotadores, le grabaron con tinta un código de barras con un número: 2.000 euros, la deuda que debía saldar con ellos para dejar de ser torturada y poder volver a «trabajar» con normalidad. No fue la única tatuada con una vieja máquina y agujas sin ningún tipo de condición higiénica en un mal piso de la avenida del Mediterráneo de Valdemoro. La testigo protegido G8-35 también lleva tinta bajo la piel con la inscrpción «Neletu»; el apodo de su jefe, su «amo» y ahora el principal imputado en el juicio contra esta red de trata de mujeres con fines de explotación sexual que se celebra desde la semana pasada y hasta el próximo 3 de diciembre en la Audiencia Provincial de Madrid. Su nombre es Iulian Tudorache, de sólo 28 años y casado con Gigica Pandele, apodada «Leana», de 27 y la encargada de darlas la bienvenida a su casa de Valdemoro tirándolas «ropa sugerente» a la cara para que, esa misma noche, salgan ya a trabajar a Montera. En total son ocho hombres y cinco mujeres de nacionalidad rumana, a quienes la Fiscalía acusa de explotar sexualmente a una decena de jóvenes compatriotas (algunas menores de edad) y para quienes pide penas de prisión que oscilan de los siete a los 60 años, según el grado de participación en la red.
El modus operandi suele ser siempre el mismo. En su país de origen, Rumanía, son captadas con la falsa promesa de trabajar en España de camareras o cuidando a personas mayores. Las prefieren menores de edad, guapas, analfabetas o casi y, lo más importante, con necesidades económicas y muchos sueños de prosperar. Los casi 4.000 kilómtros que separan Bucarest de Madrid les sirven para evocar una nueva vida mejor que se desvanece al pisar la estación de Méndez Álvaro. Desde allí son conducidas a un piso, en este caso de Valdemoro, y obligadas a prostituirse en Montera, Colonia Marconi y distintos clubs. De 19:00 a 7:00 horas de la madrugada y con la mirada fija de su chulo en el bar de enfrente. Las ganancias, lógicamente, son para sus captores pero también les dan un pequeño porcentaje para que envíen a sus familias a Rumanía y así estos estén contentos. Sólo la Policía Nacional, que irrumpió en aquel piso de Valdemoro un 17 de marzo (una semana después de la segunda captura de A-1 en Casa de Campo) terminó con la pesadilla. Ahora, le toca a los jueces condenarles.
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