Conciliación
La bendición de trabajar
Se acerca el nuevo curso y quienes andan descolgados del mercado laboral apuran opciones para reengancharse en la rentré septembrina. Timoneamos –no es plural mayestático, sino confesión de gerencia asamblearia– desde hace dos decenios una empresita, más bien una covachuela que refugia por temporadas a un abigarrado grupo de amigos, que recién ahora comienza a participar en negocios propiamente dichos, es decir, a recibir encargos que permitirán incrementar la raquítica facturación y, por ende, el escaso personal. Inepto como soy, mi ámbito de decisión se circunscribe a algunas colaboraciones con emolumentos de limosna, pero enseguida he hallado una pléyade de voluntarios de confianza que, más necesitados de actividad que del menguado peculio con el que podré pagarles, han aceptado realizar las tareas que requiero a cambio de una magra compensación. Y no quepo en mi de gozo, créanlo, por verme rodeado de un círculo de personas hacendosas, dispuestas y alérgicas a la vagancia. Llevo regular a la gente que no quiere trabajar. (...) La ex mujer de un pariente rezonga al no recibir la manutención con la puntualidad deseada, circunstancia que se prolongará porque su ex marido –y padre amantísimo de tres hijos ya criados a los que no falta ni gloria bendita– carece actualmente de ingresos regulares. Mediados los noventa, dio por concluida su vida profesional, quizá porque pensaba haberse casado con el barón de Rothschild en vez de con un comerciante que se ganaba bien la vida entonces, pero que ya conocía la hiel de alguna bancarrota, en carne propia y paterna. Se equivocó entonces igual que se equivoca ahora, al pretender que un juzgado arregle lo que su mala cabeza estropeó. Aunque le den la razón, el dinero no se puede pintar. Llevo regular, decía, a la gente que no quiere trabajar.
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