Opinión
Volando hacia Moscú
Asombra la facilidad que tienen las civilizaciones por asomarse a los peores abismos. Los hombres siempre se han sentido atraídos por los precipicios. Quizá esa tentación que los niños sienten por tocar la superficie caliente de una tabla de planchar sobrevive después en los adultos transformada en esa tendencia suicida de conducir por el carril contrario, estrellar aviones contra rascacielos o comer palmeras de chocolate pasados los cuarenta años. Ahora que la frontera con Ucrania se ha adornado con tanques, resulta imposible no acordarse de Stanley Kubrick. Su «Teléfono rojo, volamos hacia Moscú» no es una sátira de la Guerra Fría. Es un eficaz retrato de la alegría y la sencillez heroica con la que los seres humanos estamos dispuestos a marchar hacia el fin del mundo antes de que se desencadene el Apocalipsis previsto por San Juan. No habíamos retirado los turrones del mantel cuando Putin se ha puesto a ejercer de ruso. Lo único que le falta a este país, y al resto del planeta, es que adoptara el rol que los norteamericanos siempre le conceden en las películas. Pero ahí están, más rusos que nunca. Kubrick comentaba que si enfrentas a un hombre con una alarma nuclear en su oficina, tienes un documental; si está en el cuarto de estar, un drama, y si le sorprende en el cuarto de baño, una comedia. A nosotros el aviso de guerra nos ha tocado pasadas las Navidades, lo que nos arrima más a la última posibilidad que a la primera. Es de prever que la diplomacia resolverá el conflicto. Si no es así está bien saber que muchos acabarán en el infierno por ideas como «área de influencia», «geoestrategia», «economía», «defensa» y otros términos que justifican la muerte de padres, madres y niños. Esto nos devuelve otra vez a Kubrick, que sostenía que solo hay algo más peligroso que un arma nuclear: la estupidez humana.
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