La historia final
Ucrania: ¿tu 2 de mayo? (II)
Siempre han existido las encarnaciones de Satanás. Conocemos ejemplos de sobra. Existen, igualmente, perniciosos malandrines que imitan al Ángel Caído, o a vocingleros matones de casino
A los madrileños se les había pedido el 18 de marzo de 1808 que «habiendo de entrar tropas francesas en esta Villa y sus inmediaciones con dirección a Cádiz […] sean tratadas […] con toda la franqueza, amistad y buena fe que corresponde a la alianza que subsiste entre el rey nuestro señor y el emperador de los franceses». Murat dictó órdenes (en español el 27 de marzo de 1808) a sus franceses sobre disciplina «en la capital de la potencia amiga». Tan solo unas semanas después, se cuenta que uno de los gritos usados aquel día del 2 de mayo de 1808 fue el de «¡Ea!, ¡A las armas!, ¡A matar franceses!» (Pérez de Guzmán, II, p. 696). La «Orden del día» del 4 de mayo de 1808 de Murat a sus soldados es escalofriante: «La sangre francesa ha sido derramada, clama por la venganza».
El bando de 25-XI-1808 del Consejo Real solicitando a los madrileños su colaboración para fortificar la Villa es intenso. En él se habla de «enemigo común, atroz no menos en sus acciones bárbaras e inauditas que insidioso, falaz e impostor…»; se cita al terror; se habla de «refinada malicia» del francés y de las «traidoras ideas de algunos pocos españoles, indignos de tal nombre»; y se habla ya de Nación, patriotismo… De mayo a noviembre de 1808 algunas cosas habían empezado a cambiar. Hubo quienes vomitaron ante las tropelías napoleónicas y a quienes la conciencia les fustigó de por vida. No olvidemos que la Carga de los Mamelucos y los Fusilamientos no los pintó Goya a mediados de mayo de 1808 llevado por un fervor patrio, no. ¡Los pintó en 1814!, y los Desastres de la Guerra, empezó a diseñarlos en 1810 y concluyó la serie en 1815. La conversión de Goya fue lenta. Podría haber sido más rápida, en honor de su alumno herido que se lo pudo contar todo. Pero la tragedia intelectual debió ser descomunalmente desconcertante:
«Don León Ortega y Villa, pintor, discípulo de Goya, de diez y ocho años, natural de Madrid, habitante en calle de Cantarranas; herido en la refriega de la Puerta del Sol» (Pérez de Guzmán, II, p. 707).
Un ilustrado, perplejo ante la que se avecinaba y lo que estaba viendo, escribió:
«Por fin, la nación española se va ajuntar en Cortes […] la voluntad de todos los padres de familia que habitan los vastos continentes de una y otra España va a ser declarada en este augusto congreso (el más grande, el más libre, el más expectable, que pudo concebirse para fijar el destino de una nación tan ultrajada y oprimida en su libertad), como magnánima y constante en el empeño de defenderla».
Eso lo escribió Jovellanos, el afrancesado (¡!) ¡Menudo héroe que supo renunciar a la invitación de participar en alguno de los ministerios que le ofreció José I!
El 2 de mayo salieron a la calle en Madrid también húngaros, y austriacos y polacos y de todo, andaluces, gallegos, vascos, catalanes, valencianos y hombres y mujeres y niños, y letrados y navajeros y taberneros. Porque el enemigo común era el invasor, ese que no apuntaba maneras de ir a respetar las peculiaridades nacionales. Sin embargo, curiosamente, tras revisar los apéndices de Guzmán y Gallo en los que se incluye el sobrecogedor listado de muertos y heridos el 2 de mayo en Madrid, con brevísimas noticias biográficas de cada uno de aquellos héroes, en esas listas –digo– de 408 muertos y 171 heridos, no hay ni un solo aristócrata.
La sociedad madrileña, portadora de los anhelos de la sociedad española, llevaba recorriendo un lento camino hacia una imponente innovación social e institucional que se quebró en aquel fatídico 1808. El 2 de mayo, la patria no salió a la calle porque no había patria aún. Pero la unión de todos contra un enemigo común, la añoranza institucional de una Monarquía y una Iglesia aglutinadoras de todo y por encima de las debilidades mundanas, forjaron un sentimiento de pertenencia a un grupo común. Sentimiento al principio, que se iría racionalizando con el pasar de los meses, para madurar alrededor de unas instituciones, unas Cortes y una Constitución, ni más ni menos.
Siempre han existido las encarnaciones de Satanás. Conocemos ejemplos de sobra. Existen, igualmente, perniciosos malandrines que imitan al Ángel Caído, o a vocingleros matones de casino. De estos los hay a nuestro alrededor por todo el orbe. Usan de manera chapucera la confusión que generan en los hombres de buena voluntad con sus atrabiliarios discursos y más aún en la era de Internet, con los whatsapps y los videos intelectual y moralmente detestables. ¡Ay, Vladimiro!
Contra ellos, ella, la musa que con sus tirabuzones parece recién salida de los pinceles del Ghirlandaio, nos habla otra vez de libertad, armonía, solidaridad y ofrece hospitales, refugio y una mano tendida a tanta gente, pobre gente, pobres criaturas, a los que les han roto sus vidas.
Da gusto ser madrileño.
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