Historia

Digamos que hablo de Madrid: así se convirtió en una de las grandes capitales de Europa (I)

La gran atracción de Madrid era la Corte y la riqueza que generaba alrededor, especialmente en el sector servicios

Imagen del mirador de Paracuellos del Jarama sobre el que se observa el Sky Line de Madrid y el aeropuerto de Barajas.
Imagen del mirador de Paracuellos del Jarama sobre el que se observa el Sky Line de Madrid y el aeropuerto de Barajas.Jesús G. FeriaLa Razón

En medio de las dos Castillas se yergue una de las ciudades capitales más importantes de Europa. Digamos que hablo de Madrid.

La Villa de Madrid tiene unos 3,3 millones de habitantes (INE, 2022), y toda la Comunidad, poco más de 6,5. Los datos así dichos son contundentes. Pero aún lo son más si se comparan con otros: Barcelona supera con poco el millón y medio de habitantes (1,6 millones) y tan sólo Málaga (577 mil), Zaragoza (675 mil), Sevilla (684 mil) y Valencia (790 mil) pasan por encima del medio millón. Por su parte, Austria o Suiza no llegan a los 9 millones de habitantes; Islandia poco más de 350 mil, o Suecia 10 millones.

Madrid tiene varias peculiaridades. La primera que es una ciudad de interior sin río navegable. Es decir que todo lo que se hace, o cuanto se haya hecho a lo largo de la Historia, se debe en gran medida a las energías más antiguas que son la sangre o el esfuerzo humano, y las pezuñas. Sin buenas comunicaciones el desarrollo económico se antoja imposible. Lo que resulta sorprendente es que aun a pesar de la red viaria de Madrid que es increíblemente pobre hasta el reinado de Carlos III, Madrid no haya desaparecido. La razón es bien sencilla: Madrid se debía a la Monarquía, a ser Corte real. En otros artículos de esta serie publiqué antiguos gráficos obtenidos del pausado recuento de las partidas de bautismo, matrimonio y defunción que se conservaban en los archivos parroquiales que no los quemaron durante la Guerra. En esos gráficos se podía ver claramente el monumental descalabro demográfico que supuso el traslado de la Corte a Valladolid en 1601 y cómo su regreso en 1606 reanimó la vida de la Villa.

Ciudad de interior y dependiente exclusivamente de la Corte. El volumen de la Corte y de los servicios que necesitaba conforme se va haciendo cada vez mayor, desde la segunda mitad del siglo XVI, explica su crecimiento permanente, del orden de unos 2.500 inmigrantes anuales. Desde finales del siglo XVI y más aún desde la vuelta de la Corte de Valladolid, el interior peninsular conoce una novedad: los movimientos migratorios de los campos hacia núcleos mayores de población, o hacia ciudades, se van a convertir cada vez más en movimientos de larga duración y hacia Madrid, sin «paradas» intermedias (las poblaciones de mediano pasar se nutrieron muchas veces de emigrantes hacia núcleos mayores que se iban quedando por el camino). En ese sentido puede considerarse que aunque Sevilla fuera una ciudad muy cosmopolita, era, igualmente, ciudad de «parada» camino a Indias, mientras que Madrid era, fundamentalmente, lugar de destino final.

La gran atracción de Madrid era la Corte y la riqueza que generaba alrededor, evidentemente en el sector servicios: había que construir, reparar, abastecer, alojar… Sobre esos fundamentos se construyó una Villa que como regía sobre ella el «derecho de aposento» o la «obligación» (depende desde qué posición se mire), era muy poco atractivo invertir, gastar, en propiedades inmuebles. Según la obligación de aposento, que era un derecho del rey, a sus criados, o a sus soldados había que darles aposento (casa, techo, lecho) durante el tiempo que la Corte, o la compañía, anduviera por ahí. Hasta 1561 no se había planteado nunca el problema que cayó sobre Madrid: dar aposento a una Corte de varios centenares de individuos, miles si se tiene en cuenta a los soldados de las guardias reales, permanentemente. Según esta obligación, en cada casa que se pudiera dividir había que meter a un personaje, o si estuvieran vacías, a una familia (pagando un canon). Por tanto, es lógico que las cosas pasasen así, en Madrid o no construías, o si construías, gastabas poco, e incluso intentabas que tu casa fuera considerada de «incómoda partición». De entre estas de incómodo reparto, desatacaría por su habilidad las «casas a la malicia», es decir, casas que a los ojos de un delegado real no se pudieran repartir por falta de espacio, cuando en realidad a los dos pisos con fachada a la calle, se les añadían retranqueados alguno más en la parte superior. Obviamente todo este galimatías producto de la obligación de tener que dar aposento permanente a una Corte ya estable, tuvo unas consecuencias: la falta de construcciones espectaculares, de palacios renacentistas o barrocos. Lo que se fue haciendo, se fue haciendo sin que resultara atractivo. Pero, además, conscientes los unos (los que construyeren) y el otro (el rey) de que se podía estar ante una mina de oro, esta se excavó: un lucrativo arbitrio fue el de conceder desde el reinado de Felipe II «licencias de exención de aposento». Es decir, exenciones de la obligación a cambio de una cantidad de dinero. Por ende: si se hallare una construcción de calidad, su propietario sería dueño de una de esas licencias.

Esta fue una de las claves urbanísticas de Madrid. La otra, la proliferación de conventos de todas las órdenes. Muchas de esas fundaciones religiosas eran, a su vez, dueñas de construcciones.

Alfredo Alvar Ezquerra es profesor de investigación del CSIC