
Opinión
Europa, la última Roma
La decadencia, más que una realidad, es una sensación. Parece que se asemeja más a un murmullo que a esas estampas de ruinas

Me cuenta Juan Eslava Galán, que saca libro, que seguimos siendo romanos. El escritor, que cuenta la historia desde el angular del escepticismo, que es como definirse como un escéptico de la condición humana, también me comenta que estamos en declive. Así que, ahora, resulta que Europa, nuestra Europa, es la última Roma y que, como le sucedió a la primera, la de la loba, también andamos perdidos en el minué de nuestra propia decadencia, solo que, en lugar de mármoles, nosotros estamos rodeados de escaparates.
La decadencia, más que una realidad, es una sensación. Parece que se asemeja más a un murmullo que a esas estampas de ruinas que tanto les gustaban a los románticos y que pintaba Friedrich, que no era más que un fanático de la melancolía. Más que un síntoma, la decadencia asoma como una impresión, como cuando uno presiente que se ha pasado con la cocción de los espaguetis.
Más que con unos hechos, la decadencia empieza por un susurro, quizá porque tenemos que convencernos unos a otros. Uno siempre ha desconfiado de catastrofismos, como siempre ha desconfiado de las adaptaciones históricas de Hollywood. Lo que ocurre es que ya son tantos los intelectuales que hablan de ella que uno va a acabar aceptando el cuento. Aluden a que estamos a punto de caer bajo los bárbaros, solo que esta vez los bárbaros somos nosotros y no vienen de fuera, y aducen a síntomas como los que hicieron caer Roma: corrupción, desconfianza hacia el Estado, estigmatización de los impuestos, desigualdad y esas milongas. Como a uno se le nota la incredulidad en el rostro, un historiador me apunta un dato de Draghi: hay que invertir 800.000 millones de euros para competir con EE UU y los chinos. Llámenme materialista, pero así uno entiende mejor a qué se refieren con decadencia.
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