Asedio
El doctor Juan Negrín López tenía motivos sobrados para pasar de la inquietud al pánico. Pero el presidente del Gobierno y ministro de Defensa Nacional de la República estaba obligado a fingirse animoso por más que a veces, como aquella noche glacial del 1 de febrero de 1939, en un sótano de las caballerizas del castillo de San Fernando de Figueres, a diez metros de profundidad, hubiese querido desahogar su infinita desolación con los ministros y diputados que le escuchaban también descorazonados.
Una colosal fortaleza de cinco kilómetros de perímetro, levantada sobre 32 hectáreas de terreno y rodeada de otros cinco kilómetros de fosos, había sido el escenario elegido para la última sesión de las agónicas Cortes republicanas. Ni siquiera en Cádiz, un siglo atrás, habían tenido las Cortes un marco tan extraño y pintoresco: los subterráneos en forma de calabozo del viejo castillo del siglo XVIII, construido durante el reinado del Borbón Fernando VI. Enclavado en la comarca gerundense del Ampurdán, en una colina de 140 metros de altitud, donde se alzaba antiguamente el convento de capuchinos de San Roque, en la carretera de Perpiñán a Barcelona, el castillo de color gris pizarra había servido de residencia real, cárcel y fortaleza militar.
Aquella reunión simbolizaba el trágico destino de la Segunda República. Pocos diputados presentes volverían a pisar suelo español desde entonces. La mayoría perecería en el exilio. En el lado izquierdo de la sala se levantó un estrado y una tribuna improvisada para Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes desde abril de 1936. Aquella tenebrosa noche en el castillo de Figueres fue la última en que se desplegó la bandera republicana sobre la tribuna cubierta de brocado rojo, con alfombras raídas en el pedregoso suelo. A las 22:30 (no se había anunciado la hora por temor a un ataque de los bombarderos nacionales), Martínez Barrio golpeó el estrado con el mazo y dio comienzo, atribulado, a la histórica sesión. Los 62 diputados presentes respondieron «sí» al llamarlos por su nombre.
Las últimas palabras
Sus últimas palabras, antes de ceder el turno al doctor Negrín, fueron correspondidas con grandes vítores, que retumbaron en el alto techo abovedado. «Ojalá vosotros, señores diputados, que con vuestra presencia estáis escribiendo una página de honor, sepáis, con nuestros acuerdos, ponerle la rúbrica que merece y que ansía y pide la conciencia general de nuestro país llenando las esperanzas que, en definitiva, han de convertirse en gloriosas realidades para el futuro de la patria española». Acto seguido, Negrín subió a la tribuna acechado por miradas inquietas y expectantes. Iba sin afeitar, con los ojos enrojecidos. Solo su impecable traje marrón daba cierta serenidad a la enorme tensión del momento. Su sombrero de ala ancha y abrigo negros colgaban del banco. Durante su discurso, idealizó la trágica realidad, a sabiendas de que la guerra estaba irremediablemente perdida: «Después de unos días de angustia en que la catástrofe quería cernirse sobre nosotros, se ha serenado la atmósfera, se han tranquilizado los espíritus, se ha atenazado el pavor, se han reducido los límites de una batalla perdida que el alocamiento colectivo, estimulado y maniobrado certeramente por el enemigo, pudo haber convertido en desastre definitivo».
Cuatro veces las luces sin pantalla oscilaron a causa de los bombardeos que sufría Figueras. Aturdido, Negrín se detuvo en repetidas ocasiones, como si necesitase enfriar su sangre. Por fin, añadió como si nada grave ocurriese: «Seamos justos. Ni el orden ni la autoridad se han visto en peligro. Ha habido desorganización, descoyuntamiento, no desorden». Frente a él, su amigo Herbert L. Matthews, corresponsal norteamericano y futuro miembro de la Junta de Directores del «The New York Times», seguía atento su discurso, garabateando con furor. A su lado, Keith Scott-Watson, del «Daily Herald» londinense, confiaba en que su motocicleta Norton fuera capaz luego de abrirse paso entre el gentío que huía despavorido hacia la frontera para poder enviar así su crónica a tiempo. Henry Buckley, del «Times» de Londres, susurró al oído de su colega ruso Ilya Ehrenburg, de «Izvestia»: «Este sitio es como una tumba». «Amigo mío –replicó Ehrenburg–, ésta no es solo la tumba de la República española, sino también de la democracia europea».
La última reunión de las Cortes republicanas se disolvió repleta de presagios desventurados en la oscuridad del patio de armas del castillo. Cada cual pensaba en salvar su vida cruzando la frontera, a menos de veinte kilómetros de allí. El triángulo luminoso de los faros de los coches, mientras sus conductores maniobraban, mostraba semblantes pálidos y demudados.